Él había decidido que ella sería ese amor que jamás se corrompería con la cotidianidad; ese espíritu libre al que perseguir constantemente para, nada más sentirlo entre sus dedos, dejar que escapara de nuevo; esa brisa fresca que trae, cada mañana, aromas de lugares soñados; ese amor imposible que sólo se puede soñar y que, de vez en cuando, uno tiene la ilusión de haberlo aprehendido en el mismo momento en el que siente que las yemas de sus dedos sólo tocan aire, humo.
Ella lo supo un día. Una noche tuvo la certeza de que él jamás le concedería ser nada distinto a esa página suelta con la que le gustaba encontrarse cada vez que el azar así lo disponía. Jamás tendría la oportunidad de ser, ni siquiera, un capítulo suelto en su vida. Nunca podría volar junto a él para adentrarse en aquellos caminos soñados en busca de lo que juntos imaginaban que era vivir. Así que una tarde de otoño voló, arrastrada por el viento, junto a tantas hojas a las que, también, se les había acabado el tiempo.
Él siguió acumulando capítulos y escribiendo su propia novela. Llegó incluso a encontrar una compañera que le proporcionó la felicidad terrenal que necesitaba hasta que finalizó su última página. Sin embargo, cada mañana, amanecía sonriendo ansioso, cual niño la mañana de Reyes, esperando, en vano, encontrar intercalada su página suelta.
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