martes, 28 de diciembre de 2010

Maternidad frustrada

Ella está sentada en un banco en un parque. Los niños juegan con su alegre algarabía. Ella no ve ni oye nada. Menos mal.
Desea ser madre desde hace cinco años. Pero su hijo no llega. Al principio trató de no darle demasiada importancia, pero acabó impacientándose cuando ya no quedaban amigas -ni conocidas- sin embarazar o sin hijos. Entonces acudió al médico en busca de explicaciones y de ayuda y comenzó un calvario de pruebas, plazos y recomendaciones. Nada funcionaba así que acabó en un hospital donde, tras otra larga espera, inició el tratamiento para una inseminación artificial.
Hoy le han dado los resultados de la analítica para comprobar si su segunda inseminación artificial ha resultado exitosa: negativa de nuevo. Y está mal, muy mal. Esta vez creía que sí. Bueno, una siempre lo cree ¿no? Pero esta vez ella quería ser muy positiva y que no se colase un no que pudiese gafar su intento. Cuando la ciencia no sabe dar respuestas y falla una y otra vez, el ser humano regresa a sus orígenes donde residen la magia y la superstición. A pesar de todos sus esfuerzos, los racionales y los irracionales, esta vez tampoco ha sido. En su rostro, la desesperación, el desencanto, la incredulidad y el desconcierto: “Pues, ya está. Negativa, un mes de descanso porque deben limpiar el laboratorio, con lo que probablemente perderé mi cuarta oportunidad y a esperar dos reglas más.” Repite mentalmente una y otra vez las únicas palabras que ha escuchado en la consulta por ver si, de tanto repetirlas, logra desentrañar el misterio que la convierte en una mujer estéril.
Se ve a sí misma de pie, en el mínimo habitáculo que hace las funciones de consulta, frente a una mesa con un ordenador que observan varios médicos sin reparar siquiera en ella que ha llegado hace ya un rato y espera, espera con la emoción contenida desbordándosele por el alma y los ojos. De pronto uno de ellos alza la cabeza y, por fin, la ve. “¡Ah!, por cierto, ha salido negativa...”. Ella sigue en pie, inmóvil, negando con la cabeza como idiotizada. No se lo puede creer. ¿Negativa? ¿Cómo que negativa? ¿Qué ha salido mal esta vez? ¿No era todo tan perfecto? Y después: “No pasa nada” dice con un susurro de voz. El que parece que es el jefe toma la palabra, le dice que tiene que descansar un mes, con lo que, como para entonces estará a punto de cumplir la edad máxima que admite la Seguridad Social para estos casos, probablemente sólo le restará un intento más. Se lo dice con un tono que denota fastidio quizá porque ella sigue allí en pie, pasmada, mirándole sin verle, tragándose el dolor. ¿A qué espera? ¿Por qué no se va de una vez? “Tienen que limpiar el laboratorio” refunfuña el que parece el jefe. “¡Ah! No es culpa mía... la espera” susurra ella. Él gruñe un “No. Espera dos reglas y vuelves” que ella siente despectivo. Ella por fin logra mover los pies para salir de allí. No ha habido ni una palabra de consuelo, de explicación, nada que muestre la más mínima empatía.
No sabe cómo ha llegado hasta ese banco y no quiere moverse de allí. No quiere hablar con nadie, quiere estar a solas con su dolor. No quiere ir a trabajar ni hacer nada. Quiere llorar, sólo eso. No quiere negar más que sí que pasa algo, que le duele, que siente que nadie que no haya pasado por lo mismo que ella puede entenderla y que quiere que la dejen en paz. A la vez que necesita urgentemente el hombro de su marido para llorar. Pero él no está y si llora con él, ella sabe que él se sentirá mal y llorará también. Y no quiere que se sienta mal y se odia por preocuparse tanto por los demás y no por ella misma. Por tener que fingir siempre que está bien, que lo controla todo, que es fuerte y que puede con todo. Y se pregunta qué pasaría si un día no pudiese con algo, si se acabaría el mundo o si se acabaría ella.
Piensa en su madre. Tiene ganas de llorar en sus brazos como si fuera una niña pequeña. Está a punto de llamarla por teléfono, pero se acuerda de la última vez. Sabe que su madre no sabe qué decirle. Y que le duele. Pero ni punto de comparación con lo que le duele a ella. Con lo que les duele a los dos. Su madre no entiende nada; gracias al cielo, no sabe. ¿Chafada? No, jodida. Hecha polvo.
Ella no entiende nada, y eso es casi lo peor. Se le junta un dolor del alma, un dolor visceral, antropológico, de especie, un dolor sordo de entrañas, con un dolor racional, intelectual. Un pasmo idiotizado que dejó de anestesiar para romperse en mil pedazos ante una realidad no comprensible. Siente ganas de dejarse caer y caer y caer hacia un abismo de dolor y autocompasión a la vez que nota un impulso hacia buscar lo bueno de esta situación (siempre hay un lado bueno, todo es cuestión de encontrarlo), un impulso que le impide dejarse caer pero tampoco sabe si es bueno que no se deje...
Quiere gritar, pero tiene los labios sellados y pocas fuerzas para abrirlos. Quiere cerrar los ojos y dormir...
Mientras, los niños siguen con sus juegos en el parque.