martes, 3 de agosto de 2010

Qué semanita llevo...

Envejezco. Hay que afrontarlo. Hace tiempo ya que todos mis movimientos van acompañados de algún sonido tipo uf, ay, buf y ahora acabo de descubrir que mi brazo comienza a no ser lo suficientemente largo como para alejar el texto que tengo que leer. Así que no hay otra que ir al oculista.

Y de allí vengo. Decidida a enfrentarme a la cruda realidad del bendito envejecimiento (bendito porque es prueba evidente de que sigo viva), salgo del despacho monísima de la muerte, señorita hasta la médula y encamino mis pasos hacia la óptica más cercana. Llego, saludo y explico mi problema al amable dependiente con una sonrisa resignada y él me acompaña hasta un taburete frente a una máquina con reposabarbillas para ver los ojos. Me invita a sentarme. La persona que se sentó antes era un liliputiense y la máquina me llega a la altura del ombligo. El amable dependiente me dice que tire de la palanca que hay bajo el asiento. Tiro. El asiento no se mueve. Vuelvo a tirar. No baja ni un centímetro. Me indica que tire con fuerza. Lo hago. Y de repente me siento en el subsuelo a punto de ser arrollada por el metro y con el codo dolorido por el golpe que le he propinado a lo que antes de mi aparición era una mesa y ahora un montón de astillas.

El amable dependiente me ayuda a salir del socavón mientras yo, muy digna, me retoco el peinado descompuesto por el viento que provoca el metro y sonrío admirando que haya sido yo la causante de tal desaguisado. Menos mal que a las ancianitas se nos perdona todo.

lunes, 2 de agosto de 2010

Confesiones

Lo confieso: pertenezco a la tribu de los pies grandes. Somos personas más o menos normales, como todos. Quiero decir que sentimos, trabajamos y pagamos nuestros impuestos como cualquier otro ciudadano de bien, pero tenemos los pies grandes, ¿qué le vamos a hacer? Tampoco es como para condenarnos al ostracismo.

En concreto yo, soy mujer y calzo un número 41 (antes era un 40, pero me ascendieron con la nueva numeración). En mi defensa diré que no es que parezca que llevo por zapatos un par de transatlánticos –en realidad, como mi pie es lo que llaman “romano”, estaría más cómoda con un par de portaaviones–, mido 1’77 metros, así que tengo el pie adecuado para no parecer una mujer peonza y, desde luego, no me hace falta llevar banderines rojos para avisar de mi presencia en las esquinas. Hasta la fecha, nadie ha tropezado jamás con mis pies sin embestirme de paso, lo más que me ha ocurrido ha sido, al trabajar con niños pequeños, que se suban a mis pies intentando reducir la distancia que separaba nuestras cabezas. Vano intento, por otro lado, puesto que apenas la reducían en dos o tres centímetros, porque, vale, lo confieso también, además de romano, mi pie es parecido al de los patos (largo, ancho y aplastado).

Normalmente no pienso mucho en mis pies ya que, afortunadamente no me suelen dar más problemas que cuando he de ir a comprarme zapatos, por eso intento espaciar al máximo mis visitas a las zapaterías y alargo lo indecible la vida del calzado que, al fin, consigo, tras un periplo lleno de calamidades.

Aún recuerdo con dolor, disgusto y cierto sabor amargo cuando, recién cumplidos los doce años y calzando ya un número 38, tenía que acabar siempre comprando zapatos de tacón y diseño que tal vez mi abuela llevara con agrado porque, tras recorrer todas las tiendas conocidas y por conocer, nunca encontraba zapatos de niña –o adolescente, según se quiera ver– de ese número. Y en esa tesitura llegué a los 17 años, fecha en la que se popularizó la bendita manoletina para todos los gustos, edades y números.

Más adelante, rondando ya la veintena, ocurrió que un sábado por la tarde vi en un escaparate de un centro comercial varios zapatos que me gustaron, así que entré en la tienda y le pedí a la dependienta que me acompañara fuera para mostrarle los modelos de mi interés. Tomó nota de las referencias, me preguntó el número y, al decirle que el 40, me miró horrorizada y, horrorizada, se puso a gritar en mitad del pasillo de aquel centro comercial atestado de gente: “¡¡¡¿Cuarenta?!!! ¡¡¡Qué barbaridad!!! ¡Aquí no tenemos números tan grandes! Esto es una zapatería de mujeres.” Y, por supuesto, yo, gastando ese número, era imposible que fuese una mujer. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Mi cuerpo me engañaba, aparentaba ser mujer, pero no lo era. Como entonces no lo sabía y mi autoestima estaba lo suficientemente picada por el sometimiento a escarnio público que acababa de recibir, muy ofendida le espeté un: “¿Y qué número crees que usan las modelos, pedazo de ignorante?” Me di media vuelta y qué decir tiene que jamás regresé a esa zapatería.

Sin embargo aquel episodio me marcó más de lo que podía entonces imaginar. A partir de ese momento comencé a entrar a las tiendas preguntando primero si tenían cuarentas y qué modelos tenían. Y me encontraba con que muchas zapaterías no tenían ninguno y unas pocas tenían un pequeño expositor al fondo de la tienda, medio oculto y avergonzado, con unos pocos y feos zapatos pasados de moda del número cuarenta (luego pasó a ser cuarenta y uno) que, para mayor sufrimiento, esta vez de la cartera, eran mucho más caros que los demás. Jamás a un centímetro se le sacó mayor rendimiento.

Así pues, la que suscribe gastaba un dineral en unos zapatos horrorosos que llevaba a disgusto y que siempre le hacían, no ya rozaduras, sino terribles heridas en los talones que, a causa de su constante repetición, lograron crearle unos bultos perennes en dicha parte del pie que era lo que le faltaba a la belleza del miembro (largo, ancho, plano y con un bulto huesudo en su parte posterior).

Después apareció en mi vida el deporte y me dediqué en cuerpo y alma a las zapatillas deportivas especializadas con las que, aunque fuera de las que se vendían para hombre (no, si aquella estúpida dependienta acabaría teniendo razón), nunca tuve problema para encontrar número. Y puestos a pedir, pedía un número más y así evitaba rozaduras. ¡Qué placer, caminar sin dolor e importándome un comino si el calzado era bonito o no! Eso sí, mis pies añadieron una nota más a su peculiar belleza: se muscularon. Se hicieron más planos, si cabe, para poder impulsar más y agrandar al máximo mi zancada, se les marcaron los potentes músculos y tendones de los dedos y les salió un músculo oculto hasta el momento: el extensor corto de los dedos, que como un segundo tobillo externo algo adelantado y caído se mostraba arrogante a todo aquel que descendiera su vista a mis pies.

Fui creciendo y cambié de profesión, y por ende, de calzado. Y regresé a la busca y captura de zapaterías que tuvieran algún feo, caro y pasado de moda modelo del 41 para descubrir que apenas quedaban un par de ellas. Luego se extrañan de que no llegue a apreciar la estética del calzado…

Así llegamos a rondar los cuarenta cuando, por fin, descubro, fuera de los circuitos de moda, alguna tienda que suele tener zapatos de mi número bonitos y de temporada. Pero, observen lo que me ha ocurrido esta misma mañana:

Andaba yo en busca de unos zapatos para asistir a una boda y he visto en el escaparate dos o tres modelos que me gustaban y, como soy gata escaldada (cómo no serlo con semejante historial), me he acercado a la puerta y le he preguntado a la mujer que me ha salido al encuentro (ignoro si dependienta o dueña) si había alguno de mi número, a lo que ella me responde con una amable sonrisa que no, que no les llegan zapatos de fiesta del 41. Estupefacta, le pregunto si acaso piensan que no somos invitados a fiestas por tener los pies grandes, a lo que ella, con una sonrisa de conmiseración contesta que no es eso, es que piensan que, como es un número alto, no nos gusta llevar tacones.

¡Ah, acabáramos! Eso es otra cosa, claro que sí, ya no se duda de nuestra femineidad, se trata de que los fabricantes de zapatos aún no han descubierto la tecnología naval del bulbo para la quilla y no saben que flotaremos igual con nuestros transatlánticos o portaaviones lo lleven o no y, caso de no caminar sobre las aguas, ignoran que, precisamente el tamaño de nuestros pies va a hacer que la pendiente del tacón sea menos inclinada y, por tanto, seremos más estables.

O, quizá sea que los fabricantes de zapatos a los que presupongo varones y bajitos –puestos a especular, hagámoslo todos–, de lo que sí son conscientes es de la proporción de las formas y, sabedores de que un pie grande suele pertenecer a una mujer alta, lo que no pueden soportar (cuestión de complejo, supongo) es que existan mujeres altas, orgullosas de serlo, a las que no les importe subirse a los andamios que proporcionan los tacones para ver el mundo (suponen ellos) desde más arriba y, que, de paso, les vean las calvas. Olvidan, sin embargo, que a esas mujeres, a las que de ninguna manera quieren a su lado, puede que el tamaño –digo, la estatura– no les importe, aunque todo siga la supuesta ley de la proporción.

De cualquier forma, ruego encarecidamente al gobierno de este país, que tantas leyes en favor de los derechos y libertades de sus ciudadanos promulga, que recuerde que entre sus votantes puede haber algún pie grande y, por tanto, formule, al menos, una Orden, por la cual se obligue a los fabricantes y vendedores a tener zapatos de todas las tallas y de las tres B.