Todo el mundo sabe que las mujeres no somos corporativas.
Otro gallo les habría cantado a los hombres si lo hubiéramos sido, pero no, ni
lo hemos sido ni lo somos. Y de eso se
aprovechan.
Quizá se deba a una razón antropológicamente explicable,
¿por qué no? Quizá, como los especímenes masculinos se empeñaban en ser
minoría, ya sea porque nacieran menos, ya sea porque decidían ir a matarse
entre ellos o por ambas cosas a la vez, el caso es que eran un bien escaso y
había que competir por ellos. Así que nosotras nos dedicábamos a despellejarnos
lingüísticamente (mucho más educado y civilizado que hacerlo literalmente,
¿dónde vamos a parar?) y no ha habido forma de reconocer la valía de la otra,
porque antes muerta que por debajo, que los soldaditos han de ser para mí,
faltaría plus.
Por eso, si una mujer destaca en algo, el resto se alía para
machacarla. De ahí que me sorprendiera tanto el comentario que me hizo una
clienta el otro día. Hablábamos de trabajo, de un escrito que yo había
preparado y me dijo que estaba muy bien redactado. Yo, azorada, le di las
gracias a lo que ella respondió:
-Gracias no, lo que es, es. Si algo está mal, hay que
decirlo, pero si algo está bien, también.
Yo volví a agradecérselo porque no es común encontrar a
alguien que te reconozca el trabajo y ella insistió:
-Mira, yo soy mujer y sé lo que cuesta que te reconozcan que
sabes y que haces bien tu trabajo, o ¿no es así?
Y sí, sí lo es. Esto me recordó a un comentario que me hizo
una vez mi ex. Me dijo que siempre estaba enfadada. Enfadada, no, -le
contesté-, en guerra. Siempre estoy en guerra, peleando para que reconozcan que
sé de qué hablo, para que reconozcan que sé hacer las cosas, para que
reconozcan que soy una persona…
¡Menos
mal que de cuando en cuando, una encuentra oasis donde descansar! Y ojalá todos los hombres supiesen ser el reposo de la guerrera...