lunes, 29 de agosto de 2016

ESCENA SEXTA O DE CÓMO LA CULTURA NOS LLEVA A LUGARES CONFORTABLES

      Anteayer llegó a mis manos este artículo de Luis García Montero: Culturas de España
      Lo leí con curiosidad durante uno de esos escasos momentos de paz que nos otorga el verano. Cuando llegué al final me invadió un sentimiento reconfortante, tierno. Respiré hondo y sonreí. Me sentí cercana a un desconocido que acababa de dejar de serlo para mí, porque había descubierto que compartíamos algo que, durante todo el verano, me había separado del resto de gente con la que me encontraba: una visión del mundo, una forma de entenderlo y, sobre todo, de vivirlo. Me reconocí en el amor hacia todas las lenguas y las culturas de España que se respira en ese artículo y que se concreta en los usos familiares de distintas expresiones.
      En mi familia comemos quesus y nos avisamos, felices, si por la ventanilla vemos vaques o muiños; mis hijos se han dormido al son de “El meu xiquet és l’amo” o bromeamos con que kalea no es el nombre de una sino de todas las calles de San Sebastián. Miro con cariño y orgullo materno a mis hijos y lo mismo les llamo alhaja, que perla del Turia a mi mayor o el mi guaje a mi pequeño mientras les aprieto los carrillos o les abrazo.
      Yo siempre he defendido que en todas las escuelas de España debería enseñarse la lengua y cultura de todos los pueblos que componemos este país; una asignatura que nos ayudara a entendernos, a aceptarnos y a respetarnos. Creo que es imprescindible que nuestros hijos sean capaces de aprovechar la riqueza de este país nuestro para sacarlo adelante sin malgastar las fuerzas en luchas intestinas.
      En abril, mi hijo mayor se entrevistó con el jefe de estudios del colegio al que irá el próximo curso, cuando empiece primero de E.S.O. El hombre se dirigió a mi hijo en castellano para saludarle. Mi hijo, que le había escuchado hablar con una profesora en valenciano, le preguntó en qué idioma prefería hablar. El profesor le contestó que en el que él quisiese y mi hijo contestó que él era bilingüe y le daba lo mismo uno que otro, que hablaría en el que el profesor se sintiese más cómodo. El jefe de estudios me miró sonriendo y yo fui la madre más orgullosa del mundo.
      Como lo fui en el castillo de Soutomaior, ante la mujer que había en la recepción, cuando mi hijo, que entonces tendría 8 años, le pidió que le falase en galego porque quería aprender ya que tenía un amigo gallego y quería sorprenderle.
      Si fuésemos capaces de ver riqueza en vez de problemas; si fuésemos capaces de ver oportunidades en vez de contratiempos; si la diversidad fuera una ventaja y no una amenaza, otro gallo nos cantara. Pero para eso, voces como la de Luis García Montero son las que deberíamos oír a diario, no las que oímos.
      Muchas gracias D. Luis por haber hecho del final de mi verano, un lugar confortable.

jueves, 25 de agosto de 2016

ESCENA QUINTA O DE CÓMO EL DEBATE SOBRE EL MACHISMO SE CUELA EN LA VIDA DIARIA

      Tras unos días de disfrutar de otros paisajes, regresamos al apartamento justo para asistir al último día de fiestas. Estaban disputando el torneo de dobles de tenis infantil. Todo parecía seguir en la misma línea que cuando nos marchamos: los jugadores, chicos; las animadoras, chicas; los entrenadores, padres; las avitualladoras, madres.
      De repente algo llama nuestra atención: ¡Hay chicas en la cancha! Contamos hasta seis chicas de la misma edad que los jugadores. Ninguno superaba los trece años. Ellas iban uniformadas –juraría que se habían puesto de acuerdo–, con un top y unas mallas deportivas cortas pero no llevaban raquetas. Sin embargo, se movían rítmicamente por la pista y cambiaban de sitio siguiendo un orden previamente establecido. Eran las recogepelotas. Los chicos que terminaban sus partidos se iban a la piscina o a jugar por ahí. Ellas permanecían en sus puestos solícitas a las órdenes de los nuevos muchachos que les pedían una pelota.
      Entonces se nos vinieron encima todos los comentarios, los artículos y las respuestas a los artículos que durante las olimpiadas han ido asaltando las redes sociales y que giraban en torno al tratamiento que reciben las deportistas en los medios de comunicación.
      Si ya es difícil practicar en este país cualquier deporte que no sea fútbol (tenis o baloncesto también son respetados aunque de lejos); si ya es complicado destacar –y más internacionalmente– en alguno de los deportes marginados, porque la exigencia del entrenamiento dificulta la compatibilización con otro trabajo y la exigüidad de las ayudas, que no sueldos, obliga a compatibilizarlos si uno quiere comer, las mujeres que han conseguido medallas olímpicas son heroínas que deberían merecer todo nuestro respeto.
      En una sociedad que relega a la mujer al rol de comparsa dentro de los deportes, la que practica algún deporte es rara avis y las que destacan internacionalmente, milagros de la naturaleza y ejemplo de constancia y esfuerzo a seguir.
      Y lo peor de todo es que en ningún momento he visto a esas niñas o mujeres incómodas en su papel, antes al contrario. Además, en concreto, las recogepelotas, vestidas todas iguales para la ocasión, me recordaban una y otra vez las imágenes y las palabras de una prensa deportiva que sólo ensalzaba una determinada concepción de la belleza física femenina. Que resulta paradójico –me decía mi Pepito Grillo particular–, que se les ponga como modelo a alcanzar el cuerpo esbelto y musculado de las deportistas, pero no se les muestre el esfuerzo y las horas de entrenamiento que hay detrás de ese cuerpo. Así se pasan la vida intentando estar delgadas y “buenorras” sin moverse de un banco de parque y con el único ejercicio de llevar pipas a la boca. Y luego se lamentan de no conseguirlo; y dejan de comer, o comen porquerías que alguien promete que adelgazan; y maldicen y critican a las que tienen el cuerpo de las revistas; y… Se sigue, en definitiva, fomentando el consumo femenino basándolo en la infelicidad que produce la necesidad de alcanzar metas inalcanzables impuestas por otros que, para colmo, ni siquiera son mujeres.
      No es de extrañar, pues, que esa mal-llamada prensa deportiva (que, creo, sólo era una prensa futbolera reciclada durante quince días) se dedicase a ningunear a unas mujeres que estaban –o no– consiguiendo éxitos (aunque llegar a una Olimpiada ya es un gran éxito). De esas mujeres impertinentes que se empeñan en contradecir la norma no escrita de servir al varón en cuantas necesidades pueda tener, sólo interesan sus cuerpos hermosos, si es que los tienen, si no, se las humilla sin compasión.
      Cuando, desolada, me alejé de las canchas de tenis, mi encontré con mi hijo pequeño junto a una niña de unos diez años que, sentada en un banco, se dedicaba a hacer pulseras. Mi hijo la miraba en silencio. De la nada apareció una pequeña de la edad del mío que le espetó, en un tono despótico y desagradable, que no vendían nada. Mi hijo vino a cobijarse a mis piernas mientras miraba desconcertado a la niña.
      ‒Ni él quiere comprar nada –contesté yo–. Sólo quiere aprender cómo se hacen ¿verdad? –Y
empujé levemente al niño hacia adelante para que se enfrentara a la situación.
       ‒Es que los niños no pueden estar aquí aprendiendo –dijo la niña con desparpajo–. A ellos los mandamos a recoger cosas por ahí y traérnoslas para que hagamos las pulseras.
       ‒¿Cosas? ¿Qué cosas? –me interesé yo.
       ‒Cosas. Lo que encuentren.
       ‒Basura –concluyó mi marido.
       ‒Reciclamos –le corrigió ella.
      Algo estamos haciendo mal, en algo nos estamos equivocando, cuando las niñas de seis años son las que llevan la voz cantante en las relaciones con sus compañeros masculinos y a los doce sólo son sus recogepelotas.

lunes, 22 de agosto de 2016

ESCENA CUARTA O DE CÓMO HE DESCUBIERTO QUE NO ENCAJO.

      Es verano, así que paso mis tardes en el apartamento de mi adolescencia junto con mi marido y mis hijos. La urbanización tendrá más de doscientas viviendas que habitan otras tantas familias, lo cual podría servir para observar distintos tipos humanos. Pues no. El único tipo humano distinto lo compone mi familia.
       Las tardes transcurren entre partidos de fútbol que juegan los varones y partidos de tenis que juegan los mismos. Las mujeres se limitan a animar y avituallar a sus maridos o vástagos. Si no hay partidos, se establecen corrillos (generalmente unisexuales) y se habla de no sé qué porque nunca estoy invitada a un corrillo y me enseñaron que es de mala educación meterse donde a una no la llaman.
       Las mujeres no hacen deporte. A lo sumo se van a caminar en grupos rosas. Tenía razón el dependiente del año pasado, si no me visto de rosa no soy mujer y no puedo caminar junto a otras mujeres porque desentono (leer entrada).
       Esta semana están de fiestas. Los hombres organizan los torneos de tenis, fútbol o natación en los que los participantes son todos masculinos. Los padres se realizan entrenando, animando y supervisando a sus hijos. Las madres les llevan el agua a los niños y a sus maridos que también juegan como si les fuera en ello la vida.
      Las madres se realizan preparando y ensayando la coreografía del playback, lo único en lo que participan las niñas. Luego, las visten y maquillan y disfrutan siendo las directoras desde abajo del escenario.
      Este año no hay ajedrez, pero eso a las niñas no les importa porque ya me explicaron el año pasado que el ajedrez es para listos porque hay que pensar así que es un juego de chicos y ellos ya tienen suficiente diversión. Ellas jugaban al parchís, pero este año no hay, así que se van al campo de fútbol o se sientan frente a las pistas de tenis para animar a sus amigos.
      Ha habido merienda para niños que han servido las madres que, como buenas progenitoras que son, han preparado también las manualidades que adornan las mesas y sus cuerpos.
      Mis hijos prefieren el baloncesto, pero, aunque hay cancha, no hay torneo. Mi marido no tiene ninguna intención de pelear por una pelota de fútbol como si tuviese doce años y a mí se me debe notar a la legua que no sé hacer manualidades y que prefiero estar jugando al baloncesto o a hacer el bobo en la piscina antes que estar detrás de mis hombres con el bocadillo o la botella de agua, de manera que vemos pasar los días desde nuestro rincón.

domingo, 21 de agosto de 2016

ESCENA TERCERA O DE CÓMO DONDE HAY PÍCAROS TAMBIÉN HAY QUIJOTES

      Yo tengo un gran amigo. Grande de tamaño (y menos mal que lo es, porque de no serlo, se habría quedado en nada tras entablar esta encarnizada lucha contra la enfermedad y su remedio) y grande en ternura, sabiduría y corazón. Se llama Vicent, san Vicent en mi casa.
       Vicent y yo nos conocimos gracias al Romancero y nuestros caminos han seguido sus versos antiguos pero recién transmitidos. Podría contar muchas cosas de él: lo bien que canta y que cuenta, todo lo que sabe, cómo encandila a niños y adultos con su música, cómo sabe encontrar el instrumento musical que vive en cualquier objeto… Podría hablar de su dulzura al hablar, de sus grandes manos que hipnotizan al que escucha, de sus barbas y su pelo que, a pesar de sus intentos, no logran asustar a los niños porque su sonrisa le da un aspecto bonachón. Pero voy a contar cómo Vicent llegó a convertirse en san Vicent porque es quizá el único momento de nuestra historia que yo no he vivido directamente y, no obstante, me parece el más tierno.
      Era el curso 2009/10. Mi hijo mayor tenía cinco años y cursaba tercero de infantil y a su colegio iban a ir a Trencaclosques o Rodamons, como queramos llamar al grupo en el que canta y cuenta Vicent. Nosotros en casa les llamábamos Trencaclosques, porque así los conocí. En ese momento el grupo lo componían, Eva, Laura, Teresa y Vicent. Lo supimos por ellos antes que por el colegio y se lo dijimos al chiquillo, que ya los conocía y que sentía un cariño muy especial, sobre todo hacia Vicent.
      El día de la actuación mi hijo estaba muy ilusionado y nervioso. Así que, según me contó su profesor, entró en clase diciendo que ese día iba a ir al colegio san Vicent. El tutor no sabía cómo explicarle a un niño de cinco años que era harto improbable que san Vicent (Ferrer o mártir, porque en Valencia son los primeros en venirnos a la cabeza) fuera a acudir a ningún sitio porque todos los santos que él conocía estaban muertos pero sin utilizar esa maldita palabra no fuera a ser que lo traumatizase. Lo intentó con todas las sutilezas posibles pero sólo lograba que el niño se empecinase más y más en que ese día iba a ir al colegio san Vicent porque su madre se lo había dicho. Me imagino las ganas que debía tener el profesor de pillarme por banda para sugerirme que dejase de contarle al niño historias de mitología y hagiografía que luego el niño andaba creyéndose la versión masculina de Bernadette.
      Por la tarde, de repente, se abrió la puerta del aula y apareció un hombretón de largas melena y barba, seguido por tres chicas más jóvenes. Un niño brincó de su asiento y, todo su rostro, una sonrisa, agitó los brazos mientras gritaba:
      -¡San Vicent!
      El hombretón se giró hacia el niño, sonrió y abrió los brazos mientras decía:
      -¡San Amic!
      Esa fue la contraseña que necesitaba el niño para correr hacia a él y fundirse en un abrazo.
      Desde entonces, Vicent está en los altares sin la intervención papal.
      Que haya gente como Laura, Teresa y san Vicent me reconcilia con este país en el que junto a los pícaros, conviven los quijotes como Trencaclosques dispuestos a pelear para mantener vivo aquello que nos ha hecho ser quienes somos y estar donde estamos.
      Gracias por ser y por estar i un bes molt gran per a tu, san Vicent.

jueves, 18 de agosto de 2016

ESCENA SEGUNDA O DE QUIÉN DECIDE LO QUE SE EMITE POR TELEVISIÓN

      La otra noche andaba yo leyendo mientras la televisión, ese aparato que habla sin necesidad de que le hagas caso, estaba emitiendo uno de esos programas veraniegos que no sé quién los inventa pero algún individuo que debe pensar que durante el verano sufrimos una transformación/atontamiento y no nos importa un pimiento tragarnos cualquier birria. Del programa sé poco. Se escuchaban risas por doquier, sólo eso.
      Sin embargo, de repente, sobre las risas escuché claramente un verso recitado por una voz femenina: “otro que le estoy bordando y otro que le bordaré”. Mis orejas se alzaron cual las de un perro de caza que detecta la presencia de una presa. Mis ojos se centraron en la pantalla. Una mujer mayor, sentada en el asiento más cercano a la escalera que separaba varias hileras de sillas y a la que una mujer joven y delgada, que estaba de pie sobre el escalón más cercano, le enchufaba el micrófono mientras se desternillaba, seguía recitando los versos del romance Las señas del esposo constantemente interrumpida por las risas de todo el público asistente, la presentadora y demás personal de la sala. Por si fuera poco, el programa que yo no estaba viendo y que, al parecer, se limitaba a poner vídeos de otros programas de los que reírse, le añadía risas enlatadas, con lo que seguir el curso del romance era harto complicado.
      Y ahí estábamos, unidas por un extraño hilo capaz de salvar el tiempo y la distancia, la mujer empecinada en recitar un romance y yo empecinada en escucharlo a pesar, ambas, de las risas ignorantes de quienes no sabían qué nos traíamos entre manos.
      Cuando la mujer desapareció de la pantalla, silenciada por quienes, incapaces de apreciar la joya que se les ofrecía gratuitamente, la despreciaban y se burlaban, me invadió una nostalgia indignada.        
      Recordé a mis compañeros de viaje durante mis años de investigación sobre el Romancero y les eché de menos. Nos imaginé juntos asistiendo, espantados a la escena; sintiendo el mismo pavor, desconcierto y furia que debió sentir don Quijote cuando quemaban sus libros.
      Y entre todos me acordé de ti, Vicent, que ni te imaginas la ilusión que me hace saber que me lees, pero eso merece otra entrada.

sábado, 13 de agosto de 2016

ESCENA PRIMERA O DE CÓMO PODEMOS TOCARNOS LA MORAL MUTUAMENTE

      Me gusta este país, la verdad. Me gusta su luz, su sol, su clima, su paisaje tan dispar. Me gusta su historia, su cultura, la fuerza con la que supera cada adversidad. Me gusta la alegría de su gente, su calidez, su cercanía…
      Pero hay cosas que no. Es un país difícil para vivir. Un país siempre en lucha consigo mismo para dificultar lo fácil y poder demostrar que remonta a cada paso. Un país que se envía constantemente elementos hundeflotas contra los que luchar, perder y poder lamentarse diciendo que no envió sus barcos a luchar contra los elementos; un país que se pone zancadillas para poder caer y levantarse, para poder formular cada día la inmortal queja: ¡Dios, qué buen vasallo, si oviese buen señore!
      Lo que ocurre es que a veces el señor no es bueno porque el vasallo, que tampoco lo es, se lo permite, le justifica e incluso admira su maldad.
      Hace un par de semanas, tomándome una cerveza con unos amigos, un conocido, amigo de amigos, aprovechó la coyuntura para hacerme una consulta laboral que, dado el ambiente en el que se producía, le iba a salir gratis. Esto me pasa por entrar en el mundo de los conocimientos útiles, cuando era profesora de Lengua y Literatura, nadie aprovechaba mi tiempo libre para que, clasificando un sintagma como Complemento Circunstancial o Complemento de Régimen Verbal, disipase la terrible duda que le impedía conciliar el sueño.
      A lo que iba, el tipo en cuestión se sentó a mi lado y comenzó a contarme que estaba trabajando sin contrato, que le pagaban, por tanto en negro y, claro, le suponía un problema porque el banco había empezado a preguntar en qué trabajaba para ingresar tanto dinero todos los meses; que él había hablado con su jefe y le había pedido que le hiciera un contrato.
      Yo ya estaba imaginando al mal señor que explota a quienes tiene a su cargo y al pobre trabajador sometido cual vasallo, cuando la historia da un giro y me encuentro con que el tipo en cuestión que me abordó en medio de mi momento de ocio me pregunta si es posible que la nómina no alcance el Salario Mínimo Interprofesional.
      -No –le digo–, si el contrato es a tiempo completo. Es más –insisto–, no puede estar por debajo de lo que marque tu convenio.
      -Pero entonces, tendré que pagar a Hacienda –me dice.
      -Sí, claro, depende del salario, del contrato y de tu situación familiar, pero si por ley hay que descontarte IRPF, lo tendrá que hacer, y no sólo eso, también tendrá que descontarte el porcentaje correspondiente a la Seguridad Social.
      -Pero entonces ganaré menos…
      -No, ganarás lo mismo pero contribuirás al mantenimiento del sistema con los impuestos que te corresponden.
      Mi cabreo se hizo patente y seguí:
      -Mira, no te voy a hablar de que sin impuestos no podemos mantener la Sanidad y la Educación Pública porque ya veo que me miras y piensas “bla, bla, bla”, voy a contarte otra cosa. ¿En qué trabajas?
      -En la construcción.
      -Perfecto, imagínate que vas a trabajar un día y tienes un accidente de coche. No es culpa tuya, te arrollan y te destrozan una mano o un pie. No es mucho, pero lo suficiente para que no puedas volver a trabajar en tu oficio. Imagínate que no tienes contrato de trabajo. No será considerado accidente de trabajo y no tendrás derecho a la prestación ni cobrarás nada mientras no puedas trabajar. Tampoco es muy grave porque imagino que habrás ahorrado dinero suficiente para sobrevivir hasta que encuentres otro trabajo que sí puedas hacer.
      Asintió.
      -Imagínate que sí tienes un contrato, pero el que me estás diciendo que quieres tener, con una nómina de unos 600 euros mensuales con las pagas incluidas. Ya no vas a poder trabajar en la construcción, pero sí en cualquier otra cosa, que no voy a ser mala persona. Te quedará una pensión de unos 300 euros mensuales. ¿Podrás vivir con eso hasta que encuentres otro trabajo?
      -¡Eso es una miseria!
      -Efectivamente, pero si quieres cobrar más tendrás que quedarte con una incapacidad permanente absoluta, es decir que el accidente ha sido más grave y no vas a poder volver a trabajar nunca más. En ese caso, te quedará una pensión de 600 euros.
      -¿Sólo?
      -No has cotizado por más, guapo. ¿Qué más quieres?
      -Pero con eso no se puede vivir.
      -Ya, pero si estás fuera de la ley lo estás para todo, para lo bueno y para lo malo.
      -Me has dejado pensando –me dijo mientras su cara lo que reflejaba es que le había dejado jodido.
      -Ya imagino –respondí yo mientras pensaba que no hay nada como tocarle a uno la bicicleta.

ESCENAS DE UN PAÍS VISTAS DESDE LA TERRAZA DEL CHIRINGUITO PLAYERO

Es verano. Me gusta el verano porque me trae recuerdos de tiempos felices en los que en verano no se hacía nada y todo ocurría. El verano era un tiempo de vida. El invierno un tiempo de trabajo y estudio.
Hoy nada es así. Siempre es tiempo de trabajo y estudio pero en cuanto puedo, me refugio a descansar desde un chiriguito improvisado y veo la vida pasar ante mí.
De esto tratan las siguientes entradas. Son escenas que pasan ante mis ojos y que nos describen un poquito.