jueves, 31 de agosto de 2023

UN CABALLERO ANDANTE EN EL SIGLO XXI

 Ayer mi hijo mayor llegó a casa muy enfadado. Su cara animaba a huir lo más lejos posible de él. Lo vimos encerrarse en su habitación jurando en arameo y lo dejamos rumiar lo que fuera que hubiera perturbado su débil paz espiritual.

Hoy, después de una tarde con su noche de pertinaz silencio y cara enfurruñada, ha amanecido calmado (tampoco hay que confiarse porque esos momentos de calmachicha hay que disfrutarlos sabiendo que son fugaces) y, sin que le preguntáramos nada sobre lo ocurrido ayer (¡Dios nos libre de tamaño atrevimiento!), ha comenzado a relatarnos.

Por lo visto, salió del gimnasio al que se ha apuntado con otros colegas —bros, mamá, que pareces boomer—, para convertirse en “hombre-peonza” —mamá es lo que se lleva, y no me mires así, en plan, ya sabes, es que tú no te enteras—. Bueno, pues mi hijo salió del gimnasio al que se ha apuntado con otros bros para convertirse en un hombre peonza to guapo cuando el sol estaba en su máximo esplendor achicharrando a cuantos seres vivos osaran desafiarle saliendo insolentes a la intemperie. Y entonces la vio y no pudo evitar detenerse para ofrecerle su ayuda a pesar de que se trataba de una terrible y gigantesca libélula de cinco centímetros tumbada boca arriba cerca de una pared mientras aleteaba pidiendo auxilio.

Mi hijo pensó que, víctima de la furia de Helios, habría sufrido algún desvanecimiento cayendo al suelo con tan mala fortuna que había quedado panza arriba y no podía reemprender el vuelo. Así que este descendiente directo de Alonso Quijano se dispuso a prestar ayuda a esa dama en apuros. Obviamente, dados el tamaño y la fiereza de su Dulcinea, tomó sus precauciones y se acercó con cuidado. Sin embargo ella aleteó con gran violencia mientras volteaba su cabeza hacia él desafiándolo. 

Nuestro caballero andante no se amilanó demasiado e intentó calmarla explicándole suavemente que solo pretendía ayudarla. Pero ella seguía atacándole colérica impidiendo que se acercara. 

Mi hijo, decidido a ayudarla lo quisiera ella o no porque su vida —la de ella— dependía de su ayuda —la de él—, se armó con un palo y, pertrechado de tal guisa, regresó de nuevo a la carga. Acercó el palo a la libélula en apuros para empujarla con él hasta lograr que apoyara las larguísimas patas en el suelo. Imposible. Ella no dejaba de aletear a una velocidad pasmosa mientras giraba la cabeza cual niña del exorcista y pataleaba amenazando con romper los huesos de ese humano con palo incapaz de dejarla morir en paz ¡maldita sea! que ya ni eso la dejan a una. 

En esas estaban cuando apareció un Sancho Panza que, observando la escena, se acercó a preguntar qué ocurría. Mi hijo, educado como él solo, le explicó con todo lujo de detalles:

—Esta pobre libélula se habrá mareado por el sol y el calor, no debe haber visto la pared, debe haber chocado con ella, se ha caído y está agonizando patas arriba. Yo estoy intentando ayudarla a ponerse al derecho para que pueda volver a volar, pero no se deja.

El hombre, atribulado, siguió su camino sin decir nada. Ignoro si fue porque no encontró palabras o porque andaba ocupado buscando las cámaras ocultas.

Mi hijo lo vio marcharse y persistió en su misión salvadora durante un rato más hasta que se rindió ante el empeño obcecado de la libélula en perecer y, muy enfadado por tamaña descortesía de la dama, decidió abandonarla a su suerte no sin antes hacerle saber lo enfadado que estaba por su testarudez. 


martes, 22 de agosto de 2023

LA CAJA DE LA NADA

 Hace mucho tiempo que no cuento alguna escena veraniega que me niego a que caiga en el olvido y es que hace mucho que no sentía la chispa. Pero hoy, de repente, ha saltado ante mis ojos. Ha sido justo después de  desayunar. Aún estábamos en la mesa intentando coger fuerzas para hacer NADA durante uno de esos maravillosos días veraniegos en los que uno se dedica a vivir como en los paraísos de los cuentos. Pues allí estábamos cuando se nos ha ocurrido la “maravillosa” idea de intentar que nuestro hijo de 13 años entrara en la masculina “caja de la nada” como un rito iniciático como cualquier otro.

Él, muy aplicado, obedecía a su padre y cerraba los ojos para introducirse el esa “habitación blanca” que le indicaba su progenitor y en la que no hay nada. Durante dos segundos, su cara beatífica parecía entrar en el habitáculo, guiado por la voz paterna que le conduciría al mundo de los hombres. Sin embargo, de repente, abre los ojos y pregunta:

—¿Puede haber un árbol en la caja de la nada?

—No, no hay nada.

—¡Uy! Pues yo lo veo.

—No puedes verlo porque no hay nada.

—Vale, vuelvo a meterme… ¿Y unas nubes blancas? —sonríe beatíficamente.

—No, no hay nada. Inténtalo de nuevo.

—Vale —cierra por tercera vez los ojos y los vuelve a abrir inmediatamente—. Es que veo el árbol.

—No puedes ver nada porque no hay NADA.

El adolescente vuelve a sonreír pidiendo disculpas y se aplica más en la tarea. 

—Vale, ya estoy dentro otra vez y estoy talando el árbol con una motosierra. 

—Imposible porque no hay nada—responde por enésima vez el padre con la paciencia de Job—. Concéntrate.

—¡Ya no hay árbol! —exclama feliz con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Muy bien! —exclama el padre.

—Pero hay una flor.


jueves, 30 de septiembre de 2021

REFLEXIONES MATUTINAS: arcángeles y números mágicos

 Hoy me he levantado reflexiva. Quizá por eso he podido llegar al final de un día en el que los dioses se han confabulado para bombardearme con exigencias que requerían una resolución inmediata, hasta el punto de reventar mis compartimentos estanco, que son los que me permiten ser una persona multifuncional y no morir en el intento. 

Ya ha anochecido y, por fin, puedo parar para escribir esta disertación tan túnida como los diálogos de besugos: 

El tres y el cuatro son números mágicos en la literatura. El tres es el principio de todo y el cuatro conlleva la idea de universalidad, así que constituyen la base sobre la que se asientan las distintas interpretaciones del mundo.

Y, la verdad, es que tanto un número como el otro están presentes en nuestras vidas. No hay más que observar los muebles que nos rodean y comprobaremos que todos aquellos que han de sostener algo, tienen cuatro patas. Aunque, si hacemos caso a los ebanistas, la verdadera estabilidad se alcanza con tres patas, no con cuatro.

Esto que parece evidente con los objetos (ni se me ocurre dudar de los profesionales), no lo es tanto cuando de personas se trata. Un grupo de cuatro amigos tenderá a dividirse en dos parejas, mientras que si es un trío (amistoso, me refiero), uno de ellos acabará descolgado.

Reflexionaba esta mañana sobre estas cuestiones porque hoy es el santo de quienes se llaman como los arcángeles y he pensado en cuánto se parece su historia a la de los seres humanos. En el reino de los cielos, como sabéis, había, justo por debajo de Dios, cuatro arcángeles: Miguel, Gabriel, Rafael y Luzbel en los que el Altísimo se apoyaba, a modo de taburete, para regir el mundo. Cuando, como acaba ocurriendo tantas veces, el taburete comenzó cojear, haciendo caso a la opinión de los ebanistas, Dios mandó al infierno –nunca mejor dicho– a Luzbel, por ser la pata que cojeaba y así transformó el escalafón inferior en un trío, supongo que buscando la perfección. Sin embargo, ocurrió entre los tres arcángeles lo que ocurre con los humanos: que uno de ellos quedó relegado hasta casi caer en el olvido. Y es que ¿quién se acuerda del pobre Rafael? Miguel es el capitán general de los ejércitos celestiales, Gabriel, el mensajero de Dios y Rafael… ¿A qué diablos se dedica Rafael? Dicen que a las curaciones, pero ¿a las curaciones de quién? En principio, no parece que en el cielo vaya a tener mucho trabajo ¿no? Y ni siquiera es el patrón de los médicos…

Así que el pobre Rafael es el marginado de los tres arcángeles que quedan como tales. Pero, tampoco Miguel y Gabriel forman una pareja perfecta. Miguel ha acaparado toda la fama. También es normal. ¿Quién es el guapo que se atreve a cuestionar el poder de un capitán general? Y menos si el susodicho manda sobre los ejércitos celestiales. Además, el encargo más famoso de Gabriel tampoco es que sea muy honorable... Si fuera una arcángela dirían que hizo de celestina. Por eso, creo yo, dicen que hoy es san Miguel o que estamos en el veranillo de san Miguel. ¿Y los otros pobres, dónde quedan? Y, sobre todo, ¿qué equilibrio puede mantener un universo que se apoya sobre una pata?


domingo, 19 de septiembre de 2021

SECUENCIAS VERANIEGAS

 IV. LA TORMENTA Y LOS ESCUPITAJOS.

Para el último día de vacaciones en aquel pueblo al que fuimos para no hacer casi nada, habían pronosticado lluvias torrenciales, aunque amaneció con un sol espléndido que parecía querer desprestigiar a aquellos seres cuya profesión siempre me ha parecido estar envuelta en un halo de misterio. ¿Cómo pueden anticipar el tiempo atmosférico? ¿Qué misteriosos símbolos son capaces de leer? Antes, al menos, se equivocaban muchas veces, lo cual les confería una humanidad tranquilizadora, pero últimamente atinan incluso con la hora en la que va a llover. Es terroríficamente desconcertante, ¿no creen? ¿Son seres humanos? ¿Tienen poderes paranormales? ¿Son, acaso, los artífices de los elementos meteorológicos como si de dioses se tratase? En ese caso, los dioses estaban juguetones —o puñeteros— y el del sol, aliado con el del viento, había decidido fastidiar a su hermano el de la lluvia negándose el primero a quedar oculto por las nubes y el segundo a moverlas.

Y ahí estábamos, haciendo las maletas mientras nuestros cuerpos añoraban la piscina porque Lorenzo calentaba como si fuera el diez de agosto y no el quince. 

Subimos al coche de vuelta a casa y ni rastro de la lluvia prometida ni del más que deseado descenso de las temperaturas de debía llevar aparejado. 

Poco antes de la mitad del viaje, el paso por Murcia nos deleitó con unos cuarenta y tantos grados y un esplendoroso sol que dificultaba la labor del aire acondicionado. Comimos en la frontera y hasta las moscas fallecían abrasadas antes de encontrar una sombra que las protegiera de Helios.

Cuando entramos en nuestra provincia, allá, en lontananza, se vislumbraba un cielo cubierto de densos nubarrones negros resquebrajado, de vez en cuando, por el resplandor de un relámpago. El viento comenzó a ulular mientras mecía nuestro coche cual padre enfurecido con el bebé que lleva horas sin dejar de llorar. La temperatura descendió abruptamente alrededor de veinte grados. Un trueno nos envolvió amenazador. Nos dirigíamos directamente hacia la tormenta. Y ella hacia nosotros. 

Unos minutos después nos adentrábamos en la mismísima boca del lobo. La oscuridad nos rodeó. Hojas secas, tierra y ramas rotas chocaban con furia contra nosotros. Los truenos se encadenaban de tal manera que no había un solo segundo de silencio y aterradores rayos nos acosaban desde todos los flancos.

—¿Por qué hay tormenta? —preguntó atemorizado nuestro hijo pequeño (que no es pequeño sino pre-adolescente, no vaya a ser que me lea y se enfade conmigo con toda la furia de sus hormonas recién estrenadas).

Mi marido, científico él, comenzó a explicarle la formación de tal fenómeno meteorológico.

—Pero, ¿por qué se forma? —insistió el preadolescente una vez finalizada la explicación paterna.

—A ver si me explico mejor —y comenzó de nuevo la explicación buscando palabras más sencillas y expresiones más claras—. ¿Lo has entendido ahora?

—Sí, pero ¿por qué se forma?

Estábamos entrando en bucle. Mi marido es descendiente directo del Santo Job, así que volvió a explicar una y otra vez el dichoso fenómeno que teníamos encima enlazando con otros conceptos como el ciclo del agua y demás saberes adyacentes. Sin embargo, el muchacho parecía enrocado en su pregunta y de ahí no salía. Cuando un humo rojizo comenzó a salir por las orejas y fosas nasales del padre de la criatura decidí cortar por lo sano: el niño no necesitaba una explicación científica; no quería saber cómo se originaba sino por qué, la razón última para que algo tan espeluznante decidiera formarse.

—Es que los angelitos están jugando a las tinieblas y mueven los muebles de su habitación para esconderse mejor. Por eso está todo oscuro hasta que uno de ellos da varias veces al interruptor para asustar a los otros.

—¿Qué angelitos?

—Esos que te conté que estaban haciendo pis el día que llovía.

En ese momento cayeron sobre nuestro parabrisas las dos únicas gotas que lograron escapar de aquel cielo amenazador. Solo eran dos, pero tan grandes como dos excrementos vacunos.

—¿Serán cochinos? —preguntó retóricamente el chiquillo.

—¿Quiénes? —me interesé yo.

—Los angelitos. Menudo par de escupitajos nos han lanzado.


miércoles, 1 de septiembre de 2021

SECUENCIAS VERANIEGAS

 III. TODO TIENE SOLUCIÓN

Recuerdo que, cuando mi hijo pequeño tenía unos dos años y yo iba a recoger al mayor al colegio, las otras madres me decían que lo dejara en el suelo porque se iba a acostumbrar al brazo y no querría caminar. 

¿Qué más quisiera yo? —pensaba mientras sonreía con el pequeño a horcajadas sobre mi cadera.

Y es que mi pequeño no caminaba, huía. Era dejarlo en el suelo y salir corriendo a todo correr. Ni os imagináis lo veloz que era —y es— el crío. El problema radicaba en que el mayor no podía seguirle y a mí no me fue concedido el don de la ubicuidad ni la posibilidad de recomponerme si me abrían en canal estirando cada uno de ellos de una mano, así que opté por la estrategia de las manadas: todos al ritmo del más lento. Por lo que el pequeño, al brazo.

Con el paso de los años hubo que cambiar la táctica, claro. Ni mis brazos pueden ya con el pequeño ni él querría ir arrastrando los pies mientras simulamos que lo alzo. 

Pero el ser humano se caracteriza por adaptarse a las circunstancias, así que ahora somos un espectáculo cuando salimos a la calle:

Como si de un desfile real se tratara, llevo al pequeño por delante, corriendo arriba y abajo, anunciando mi presencia. Se aleja, regresa, intercala piruetas… cualquier cosa para hacer tiempo mientras su hermano y yo le alcanzamos. Y, para demostrar lo importante que soy, además, llevo escolta un paso por detrás de mí: el mayor. Ignoro la razón por la cual no puede ir a mi lado si siempre lo llevo un paso por detrás, incremente o reduzca mi velocidad. Y eso que a veces correteo adrede o ralentizo hasta el infinito mi marcha. Nada, sea como fuere, él un paso por detrás.

Estas vacaciones nos hemos juntado para no hacer casi nada con mi hermano, mi cuñada, mis dos sobrinos y mi madre. Así que éramos una pequeña manifestación cada vez que salíamos del hotel. Según mi nebodet, en la familia son un mayor (17 años, ya no entra en la categoría pitufo, es más bien orco), un mediano (11 años, pre-orco), un medianito (él mismo, 4 años) y un pequeño (su hermano de 22 meses). La primera vez que salimos a manifestarnos en busca de lugar donde cenar, el medianito y el pequeño decidieron que querían ir con el mediano. Y, para más inri, querían ir detrás de los adultos exigiéndonos —que no pidiendo— una confianza imposible de conceder a la par que pretendiendo quitarle el lugar al adolescente.

¡Horror! Había que pensar algo y pronto antes de que se produjese un motín en nuestras filas ya que ninguno atendía a razones y su único argumento era que desconfiábamos de ellos, lo cual les ofendía gravemente. ¿Y cómo dejar a mediano, medianito y pequeño (los pitufos) a su libre albedrío detrás de nosotros? No, claro que no confiábamos. Ni en ellos ni en la humanidad entera. Nosotros crecimos con La casita de chocolate siendo zampada por los dos hermanos antes de acabar en la jaula de la bruja, Pulgarcito y sus migas de pan fagocitadas por los pájaros, Garbancito con el aliento del buey a su espalda antes de ser engullido y demás niños perdidos.

Mediano y medianito hicieron causa común y se sentaron en el suelo. Pequeño los imitó aunque no sabía por qué. Las revoluciones siempre son divertidas cuando uno es joven y no piensa en cómo acaban muchos revolucionarios y revolucionados. Así que teníamos a pitufos protagonizando una sentada en toda regla con sus proclamas y todo y a orco escupiendo todo tipo de alimañas compañeras de cueva para conseguir que SU espacio le fuera devuelto por esos amotinados de tres al cuarto.

Los transeúntes observaban la escena unos compadeciéndonos, otros maldiciéndonos, los más pensando en cuán malos padres somos.

Entonces encontré la solución. ¿Quién dijo que leer no sirve de nada? Allí estaba, escrita en tantas y tantas novelas históricas con las que he compartido vida. 

—¡Bien, chicos, no se hable más! Soy la reina que comanda este ejército y necesito valientes y aguerridos soldados para mi vanguardia —exclamé con tono de arenga—. Ése no es sitio para cualquiera. Sólo los más valerosos pueden ir por delante del grueso de la hueste y sin alejarse demasiado para no dejar abandonada a su suerte a la mesnada, y menos aún a los pobres encargados de portar la impedimenta que no llevan ni siquiera armas y van a la retaguardia.

Por supuesto, acompañé mis palabras con gestos que indicaban el sitio de la vanguardia y el de la retaguardia y, no os lo vais a creer —o seguramente sí—, pero mediano y medianito encabezaron inmediatamente la formación seguidos de pequeño y comenzaron a desfilar sin alejarse de nosotros, las filas prietas para que ningún enemigo se colara entre ellas al grito de “¡Somos la vanguardia!” (guanguardia para medianito). Y detrás, caminando a un paso de los adultos, cerraban el grupo orco y su abuela pertrechados con el carro de pequeño y todos lo necesario para su manutención.

De esta guisa recorríamos cada noche en paz las calles del pueblo escogido para no hacer casi nada, en busca de lugar donde avituallar.

Luego me dicen que soy medieval y que los niños que están conmigo hablan de cosas raras. No lo entiendo, la verdad.


lunes, 30 de agosto de 2021

SECUENCIAS VERANIEGAS

 SECUENCIAS VERANIEGAS 

II. EL QUE ALGO QUIERE... 

Ya estábamos de vacaciones, por fin. Ese tiempo añorado y ansiado a partes iguales durante el resto del año. Respirábamos paz y tranquilidad. Y nos dedicábamos a aquello que es imposible realizar durante el largo tiempo de rutinas. 

Una tarde paseábamos por la calle principal de la localidad escogida para no hacer "casi nada" durante una semana en agosto. Pasear tranquilamente es una de las actividades más placenteras que he encontrado. No dirigirse a ninguna parte en concreto, no tener que llegar a ninguna hora, poder mirar el paisaje y paisanaje que nos rodea…

En esas estaba, dejando que mis ojos vagaran sin reposar en ningún sitio en concreto cuando, de una de las mesas de una terraza, se levantó una pareja. Él era el hombre más alto que he visto nunca y eso que durante un tiempo compartí lugar de entrenamiento con los jugadores de lo que fue el Pamesa Valencia. Ella..., ella necesitaba multiplicarse por tres para comprobar si él se había puesto el desodorante que algún otro gigante le regaló como indirecta. Pues solo alguien de su estatura podía saber si lo necesitaba o no. 

Él comenzó a caminar con una gran mochila a la espalda. Ella correteaba tras él y no porque caminara rápido sino porque cada zancada del hombre eran tres y media de ella e iba perdiendo terreno. A cada poco, él se detenía a esperarla y retomaba la marcha cuando ella le alcanzaba jadeando.

Él le describía el paisaje entre las nubes y ella le avisaba de la proximidad de excrementos caninos. De repente él se detuvo y sacó de la mochila una escalera mientras ella llegaba a su altura y recuperaba el aliento. Era una escalera de tijera. Él la abrió mientras ella se ponía una chaqueta de punto a pesar de los 40º con que nos obsequiaba San Lorenzo para que no olvidáramos el “pequeño” asunto de la parrilla —el muy rencoroso—. 

Ella se abrochó la chaqueta y comenzó a subir los peldaños hasta que llegó a lo más alto y, por fin, pudieron fundirse en un apasionado beso.


jueves, 26 de agosto de 2021

SECUENCIAS DE VERANO

 I. ELEGANCIA VS. SENSIBILIDAD

Siempre me ha sorprendido la elegancia con la que algunas mujeres se desenvuelven en la vida. Supongo que es algo con lo que se nace.

Algunas se mueven con tal gracia que son capaces de caminar hacia la orilla del mar sin que se note en absoluto que la arena paradisíaca está abrasando sus pies o que ha sido sustituida por un lecho de millones de diminutas y puntiagudas piedras; o de dirigirse a la ducha de la piscina pisando las baldosas que la rodean como si lo hiciesen sobre el más firme y liso de los pavimentos.

En cambio yo... bueno, podríamos decir que la elegancia y la coordinación no son lo mío. Sin embargo, la naturaleza, en su afán compensador, me dotó de una sensibilidad infinita.

El caso es que uno de estos días de vacaciones habíamos decidido ir a la playa. Estaba frente al hotel y no hay nada que me relaje y me inspire más que la “contemplación marina”. Es mi cielo particular. No necesito bellos huríos (si es que eso existe) que me sirvan, si puedo mirar la inmensidad azul verdosa y escuchar el susurro de las olas lamiendo la orilla.

Así que allá que nos fuimos y, bueno, cómo decirlo..., fue una experiencia tan increíble que dudo que la olvidemos ni yo ni cuantos en la playa estábamos, por largas que sean nuestras vidas.

Salí del hotel con mi casi metro ochenta, mi vestido playero sobre mi bikini de rayas —como el de Eva María cuando se fue—, mi bolso con la toalla y demás artilugios imprescindibles. Crucé el paseo marítimo bajo mi pamela de paja y oculta tras mis enormes gafas de sol último modelo. Caminaba toda divina de la muerte hasta que me adentré en lo que alguien dio en llamar playa y que no era otra cosa que una de aquellas pruebas de fe que narran en los libros del medievo, donde alguien ha de atravesar un circuito imposible para demostrar que dice la verdad o morir en el empeño. 

Solo me separaban del agua unos veinte metros de micro-piedras a las que aún les faltaban varios siglos de ser rodadas por el mar para que sus cantos se hubieran redondeado mínimamente, pero eso no lo supe hasta que no coloqué el pie sobre ellas. Tomé aire, estiré mi espalda, miré hacia el mar infinito que me llamaba e inicié la ruta por el valle de lágrimas que me había de conducir hacia mi cielo. 

Sin embargo, aquella era más bien la ruta del infierno y, a pesar de mis intentos para no perder la poca prestancia que se me concedió al nacer, nada más adentrarme en ella, parecía más bien la eterna aprendiz de faquir incapaz de caminar sobre semejante cama de pinchos. ¿Cómo lo conseguían los demás? La piel de mis hipersensibles pies enviaba tantas señales de dolor a mi cerebro que logró colapsarlo y, a mitad de camino, más que caminar se diría que estaba emulando el último baile de San Vito cuando acabó formando parte del sofrito de algún cocinero pagano.

Ni qué decir tiene que los ojos de playistas y paseantes recalaron sobre mí, incapaces de perderse ni un segundo del espectáculo que ofrecía aquella especie de títere gigante que caminaba como movida por unas manos inexpertas que tiraban a golpes de unos hilos invisibles, provocando en ella la apariencia de un fantoche saltarín.

Empujada por el calor y el bochorno del recorrido, decidí adentrarme en el mar hasta que se olvidaran de mi existencia y no salir de él hasta que la playa quedara vacía o pudiera ocultarme en las sombras de la noche.

Deposité con cuidado mis cosas en aquel lecho pedregoso y me encaminé por esa suerte de Vía Dolorosa hacia un mar del que me separaban menos de dos metros pero al que no podía ver besar la orilla porque la maldita alfombra de faquir que llamaban playa se hundía abruptamente hacia el Averno convertida en arenas movedizas que, además de engullir a sus víctimas, las trituraba. 

En cuanto puse un pie para iniciar el descenso hacia el reino de Poseidón, mi pierna se hundió hasta la rodilla y, mientras ahogaba un grito de dolor al sentir miles de piedras arañándola completamente, pensé en cómo diantres iba a escapar de aquella trampa. No tardé en averiguar que era imposible salir airosa de aquel trance. Cada vez que, empujando con todo mi cuerpo hacia arriba, cual saltadora de altura, lograba extraer una pierna totalmente rasguñada de aquella prisión, solo era para hundir la otra en las fauces de aquella trituradora natural. Y, por supuesto, cientos de ojos seguían clavados en mí alternando entre la risa y la compasión.

Afortunadamente, gracias a la longitud de mis zancadas, salvé en cuatro apoyos el desnivel y me planté en el agua. Sin embargo, mi gozo en un pozo, aquellas olas no besaban sino mordían mis pies. Piedras en el suelo y piedras escupidas por un guardián celoso de las puertas del mundo marino se clavaban en mis magullados pies y piernas. Avancé con dificultad sobreponiéndome al dolor. Un paso vacilante, otro, un tercero y en el cuarto, el suelo desapareció y me hundí hasta el cuello cuando el canto afilado de una roca detuvo mi caída y me hizo emerger con la fuerza que me proporcionó el aullido que ascendió desde mi maltrecho pie hasta mi garganta:

-¡Mierda ya, hombre!

Intenté, en vano, que pareciera felicidad lo que me invadía y me puse a nadar deseando que el dios de los mares no me obsequiara también con medusas. Hacía ya meses que había sido mi cumpleaños y no tenía por qué hacerme ningún regalo, de manera que si quería agasajarme con alguna otra desgracia (a saber qué diablos había hecho yo para merecer semejante trato) rogué que fuera un tiburón o una ballena que me tragara –cual Jonás– y acabara de una vez con mi sufrimiento.

Estuve en el agua –fría, por cierto–, el tiempo suficiente como para parecer una ciruela pasa pero no fue hasta que comencé a sentir síntomas de hipotermia, que decidí salir. 

Nadé hasta el gigantesco escalón y dejé, ilusa de mí, que las olas me izasen sobre aquel suelo pedregoso. Una de ellas tuvo a bien concederme el deseo pero se retiró tan rápido que me dejó tumbada sobre aquellas malditas piedras cual rape sobre el hielo del mostrador de la pescadería, con su cara de idiota y todo. Intenté levantarme cuando otra ola decidió arrastrarme arriba y abajo destrozando mi barriga. Y luego vino otra y otra más y, en uno de esos vaivenes, una ola me colocó panza arriba porque debió pensar que mi espalda sentía envidia por ser la única parte de mi cuerpo que conservaba su integridad.

Fue entonces cuando odié aquellos posados veraniegos de Ana Obregón. ¿Cómo era posible que permaneciese sonriente y con el cuerpo impoluto tumbada en la orilla con las olas cubriéndolo como si lo acariciaran? ¡Y jamás le cubrían la cabeza! ¿Con quién había pactado? Yo, en cambio, iba a salir del agua con la coleta deshecha y todo el pelo lleno de algas. Vaya, una especie de nuevo ser mitológico con el cuerpo del Ecce Homo y la cabeza de Medusa.

Harta de ir a la deriva, piedras arriba, piedras abajo, aproveché la nueva circunstancia de mosca panza arriba para hincar pies y manos en aquel maldito suelo y levantarme cual zombie saliendo de su tumba. Una vez en pie, sólo quedaba trepar el acantilado de micro piedras movedizas y surgir, primero una mano, luego la otra, después el cuerpo y por último las piernas, del territorio de Escila y Caribdis jurando no volver a pisarlo jamás.