martes, 23 de junio de 2015

MI LEALTAD ES PARA CON LOS NIÑOS I.

Los actantes.

Mi lealtad es para con los niños. Tal vez por eso yo estoy aquí, condenada al ostracismo profesional, porque nunca apoyé a los que miran para otro lado, a los que con su actitud o sus palabras permiten la barbarie o la instigan, a los que maltratan de palabra, obra u omisión a los niños que tienen a su cargo. Pero también por eso, porque nunca pagué servidumbres, puedo hablar con total libertad y conocimiento de causa.
Reconozcámoslo, esta profesión, la de maestro, o docente, como prefieren algunos, tiene infiltrado a mucho eterno aspirante a ser humano. Pero es algo que, como sociedad, nos hemos ganado a pulso. Cuando decidimos que no era necesario haber aprobado la selectividad para entrar a estudiar Magisterio ¿qué pensábamos que iba a ocurrir, que harían cola ante las Escuelas Universitarias los mejores expedientes académicos? Cuando decidimos desprestigiar la profesión y pregonar a los cuatro vientos que se aprobaba con la gorra a la vez que exigíamos carreras universitarias para cualquier trabajo, ¿qué creíamos, que se llenarían las aulas de gente con vocación? Cuando repetíamos a todo aquél que nos escuchara que los maestros no trabajaban nada y que tenían más fiestas que días, ¿qué suponíamos, que los aspirantes a maestros se caracterizarían por ser los más esforzados trabajadores del país? Cuando convertimos la carrera en una especie de estudios de cultura general, ¿qué imaginábamos, una legión de lumbreras estudiando para ser maestros? Y cuando decidimos bajar el nivel de exigencia, porque la sociedad entera decidió que saber escribir correctamente tampoco era tan necesario pero que hubiera un buen número de aprobados que alentase a mucha gente a matricularse sí que era imprescindible,  ¿qué creíamos, que nuestros hijos aprenderían a escribir por ciencia infusa?
Pues nos equivocamos y ahora pagamos las consecuencias de aquél cúmulo de despropósitos.
En todas las profesiones hay personas que se distinguen por su mala praxis. Entre el colectivo de maestros, también. Y si lo ético sería que, por el buen nombre de la profesión, se marginara o incluso expulsara al mal profesional, allá donde el componente vocacional debe regir  la práctica, esta exigencia debiera ser ley. Y no es así. Nunca es así. Admiramos a aquél que gana un dineral sin echar un palo al agua así que no vamos contra él, ¿cómo podríamos? Seremos cualquier cosa, pero incoherentes no. La pregunta que nos hacemos siempre es: ¿Qué hubiera hecho yo en esa situación? Y si la respuesta es: enchufar, desfalcar, robar, mirar hacia otro lado, aparentar que trabajo o ni eso, pero ir a trabajar y luego recoger el sobre… entonces, nadie condena a nadie. Lo que ocurre es que en profesiones como la de maestros, una actitud tan irresponsable es, si cabe, más lamentable porque las primeras víctimas son los niños a quienes deberían formar para que sean los adultos de mañana y puedan contribuir a formar un mundo más habitable y respetuoso. Y mal ejemplo se les da con profesores así.
El de los maestros es un colectivo poco corporativo, la verdad. Echamos pestes unos de otros, nadie es mejor profesor que uno mismo y el otro siempre es nefasto. Sobre todo si no lo es. Ahí sí que nos unimos cual falange romana a masacrar al incauto o incauta que trabaja, al que le gusta su profesión y se preocupa por sus alumnos. Y dejaremos de ser falange para convertirnos en las hordas bárbaras de Atila, si los alumnos muestran su aprecio por el infame. Así somos, aislamos, humillamos y acosamos laboralmente a aquél que nos hace sombra o, con su trabajo, muestra nuestra pereza o ineficiencia.
Y no sólo eso, como tenemos en nuestras filas a lo mejor de cada casa, algunos están en este maravilloso oficio para ganar un dinero, tener un buen horario y muchas vacaciones (¿les suena?) y como creen que enseñar es fácil porque ellos, los más listos del mundo mundial, saben más que la panda de mocosos que tienen a su cargo, ¿para qué van a prepararse una clase, una materia o unos materiales más acordes con el mundo al que pertenecen sus alumnos? Ellos van a pasar un rato, de 9:00 a 12:30 y de 15:00 a 16:30 de lunes a viernes, por poner un ejemplo, sin demasiada complicación. De manera que, si por la razón que sea, les toca una mosca cojonera en su clase, léase alumno con cualquier problema (alta capacidad, baja capacidad, enfermedad, discapacidad, baja atención, etc.), entonces sale el eterno aspirante a ser humano que en realidad es y se dedica a machacar –o a dejar que otros le machaquen, que es más limpio y perverso– al pobre niño hasta que desaparece literal o simbólicamente. Y si la mosca cojonera son los padres de la criatura que han descubierto lo que ocurre, pasamos al plan B, los aislamos, les etiquetamos de sobreprotectores y los ignoramos hasta que se aburran y desaparezcan. Es cuestión de tiempo y en la escuela pública es lo que les sobra, en la privada lo tienen más difícil si no son íntimos amigos de su propio jefe el cual también debe ser eterno aspirante a ser humano, pero son como las meigas, haberlos, haylos.
Contra esta panda de canallas habría que actuar, deberíamos desterrarlos de la docencia. Podríamos enviarlos todos juntitos a algún planeta remoto y deshabitado, no importa si no tiene las mismas condiciones de habitabilidad que la tierra, recuerden que no son seres humanos como nosotros (ningún ser humano al uso sería capaz de hacer daño a un niño o permitir que otro se lo haga impunemente). Deberíamos actuar, en primer lugar, porque son nuestros niños y, en segundo lugar, porque estos seres son los que también maltratan a los buenos maestros y se los pierden nuestros niños.
Y los buenos maestros existen, parece que no, pero sí. Están haciendo su trabajo en unas condiciones laborales y emocionales desesperantes, ayudan a crecer a nuestros hijos, se preocupan por su bienestar y por su futuro, les enseñan y les educan y nuestros hijos les quieren y les respetan.
A los padres que me leéis, os ruego que apoyéis a los maestros y luchéis contra los impostores y mucho más contra los eternos aspirantes a humanos.
A los maestros que me seguís, os pido que seáis fuertes para desterrar de las aulas a los impostores y, sobre todo, a los eternos aspirantes a ser humano.


A todos, que, por favor, vuestra lealtad, como la mía, esté con los niños. 

miércoles, 10 de junio de 2015

SALTO DE LONGITUD

La vida arreciaba como nunca. Ella estaba en lo más profundo de su oscuro bosque, maniatada y con los ojos vendados, sin más escudo que su cuerpo para defenderse de los envites. De vez en cuando, lograba escupir alguna palabra cargada de ira o dar alguna dentellada de ironía, pero nada parecía capaz de parar aquella tormenta de golpes que llevaba meses soportando.

Entonces sus fuerzas comenzaron a flaquear y empezó a fantasear con la idea de la muerte. ¿Cómo sería su entierro? ¿Quiénes asistirían? ¿Cómo dejar preparado a quién avisar? ¿De qué hablarían? ¿Qué dirían de ella?

Y fue en ese momento cuando sus ojos miraron atrás y rebuscaron en el pasado. Y llegaron a aquel lugar en el que la vida le había dado un respiro, en el que había podido sonreír, en el que cualquier camino todavía era posible porque aún no había llegado a la encrucijada. Y se instaló allí.

No pretendía cambiar su vida, sólo sentir que un día fue feliz, para saber que algún día podría volver a serlo. Y sintió paz.

Recorrió el camino hacia atrás y allí estaban sus fuerzas, sus deseos, sus esperanzas. Se sintió querida, añorada y los golpes se hicieron más llevaderos. Ansiaba la llegada del anochecer, cuando el sueño le permitía habitar su pasado, ese lugar ya transitado y conocido en el que no cabía la incertidumbre.

Cada amanecer, el sol la devolvía al presente y a los golpes, y cada noche, la luna la trasladaba al confortable rincón de su memoria en el que se reencontraba con aquéllos que una vez la quisieron, aquéllos que no podían faltar a su entierro porque su vida no habría sido la misma sin ellos.

Un día no anocheció y la vida no se detuvo. Intentó en vano conciliar el sueño, pero el anclaje al presente era fuerte. Había que hacer algo para salir de ese oscuro bosque, soltar sus ataduras y correr. Y sonrió. Aquello se parecía a un salto de longitud, en el que tras colocarse en el punto señalado por el talonamiento, uno da unos pasos atrás antes de empezar la carrera. Así que respiró hondo cerrando los ojos para conectar la que ahora era, con la que fue y, soltando el aire con fuerza, comenzó a correr tan rápido como pudo y, cuando sintió la tabla bajo sus pies, saltó hacia el futuro.