viernes, 26 de abril de 2019

DE SENTENCIAS Y LEYES

    Leo, con estupor, fragmentos de sentencias sobre crímenes que afectan a las mujeres y que publican los medios de comunicación, así como comentarios sobre estas sentencias. Hay muchas que rayan el absurdo, dicho sea desde el punto de vista de esta mujer que ignora las leyes que justifican dichas sentencias y que solo lee lo que los medios quieren que sepamos. Pero voy a hacer, por esta vez, acto de fe y creerme aquello de que los jueces interpretan las leyes y dictan sentencia con arreglo a lo legislado y son capaces de abstraerse de su ideología, cultura y cosmovisión.
     Voy a creer que, en el código penal, la línea que separa el abuso sexual de la violación es tan fina y sutil que solo seres que jamás han sido violados y carentes de empatía pueden distinguir. Porque yo, como mujer y como otras muchas mujeres, considero que cualquier acercamiento a mi cuerpo con intenciones sexuales que yo no deseo, es una violación de mi libertad sexual y, luego, si se da el caso, habrá que ir añadiendo agravantes. Pero claro, la ley hace distinciones basadas en ¿el punto de vista masculino que es quien legisló en su momento?
     Y, así las cosas, entonces, quizás, lo que habría que cambiar es la legislación para que todos, víctimas, agresores, policía y jueces, tuvieran claro a qué atenerse porque lo que se percibe de la situación actual es un barullo importante.
     Verán, yo nací a finales de los 60, de manera que, en los albores de la democracia, era una preadolescente educada en un colegio de monjas que aún no habían salido de la dictadura y que se veían como el último reducto de los valores que Dios manda, mientras en la televisión, en la prensa escrita y en la radio se debatía sobre libertades y derechos. Respecto del tema que nos ocupa, a principios de los 80, diferentes cargos policiales salieron a la palestra explicándonos a las mujeres cómo actuar frente a una violación. Según sus palabras, que quedaron grabadas a fuego en mi mente, en parte por la crudeza y en parte por el desconocimiento sustituido por la imaginación, debíamos decir claramente que no queríamos hacer nada con el agresor y después relajarnos y dejarle hacer, porque cualquier tipo de resistencia sería peor para nosotras, ya que podía aparejar, lesiones físicas (tales como magulladuras, fracturas, cortes o heridas punzantes) provocadas por el individuo para conseguir someternos, desgarros en la zona íntima e incluso nuestra muerte.
     Obviamente las monjas no estaban de acuerdo con los consejos de policías y médicos forenses y nos recordaban una y otra vez las historias de Laura Vicuña y tantas mártires de la iglesia que preferían morir antes de “mancillar su virtud”.
     Parece, a tenor de lo publicado sobre las últimas sentencias, que las monjas ganaron aquella batalla. El problema radica en que han transcurrido más de treinta años de aquel debate y no parece que las mujeres estemos por la labor de regresar al pasado. Así que, humildemente, voy a dar quienes legislan unas pistas para que la nueva ley nos aclare los términos:
     Para empezar, habría que eliminar esa figura que inventó alguna mente bienintencionada para con el género violador. Me refiero al abuso sexual. ¿Qué diablos es eso? Cuando alguien mantiene relaciones sexuales con alguien que no ha consentido explícita o implícitamente (si no puede hacerlo explícito) es violación, déjense de sandeces, por favor, porque las mujeres no entendemos la diferencia, la verdad. Miren, somos así de tontas, ¿qué le vamos a hacer? Nos estimamos nuestro cuerpo y nuestra intimidad de igual manera y nos resulta igual de repugnante ser manoseadas que ser penetradas sin consentimiento. Es como si a uno le roban y el ladrón le roba el dinero pero no las joyas. ¿Sería considerado menos robo? No, ¿verdad? Pues que se haya detenido en el manoseo y no haya habido penetración, fíjense ustedes, señores, a las mujeres nos parece el mismo caso que el del robo. Llámennos pejigueras, si quieren, pero como es nuestro cuerpo y es una agresión que se nos hace a nosotras, digo yo que quizás debería tenerse en cuenta nuestra opinión. Si, además, para alcanzar su propósito, el violador usa la fuerza, amenaza a su víctima o la droga etc., pues le añaden ustedes agravantes.
     Lo mismo que si es la víctima quien ha consumido, por propia voluntad, cualquier sustancia que le impida estar en plenas facultades para poder negarse explícitamente a ser tocada, manoseada, desnudada, penetrada o lo que sea que se le ocurra a la mente incalificable del homúnculo en cuestión. Que digo yo que las mujeres tenemos el mismo derecho que los hombres a cometer errores que nos lleven a consumir sustancias tóxicas que nos hagan perder el control. No es que sea recomendable que ocurra, pero para ninguno de los dos sexos ¿no? Y supongo que si para cualquier otra situación, el común de los mortales consideraríamos aún más canalla al que se aprovechara del estado de indefensión de su víctima, en este delito que nos ocupa también debería ser así y que tal aprovechamiento se considerara un agravante. Y podríamos erradicar de una vez, que ya toca, el dichoso “ella se lo ha buscado”. No, ella no se busca nada. Se lo encuentra porque tiene la mala suerte de toparse con un delincuente.
     Según lo leído, pedir que me dejen en paz no es suficiente muestra de que no quiero hacer algo. Yo, tonta de mí, siempre había pensado que un “déjame en paz” es la quintaesencia del NO, que era un “no quiero tener nada contigo, ni siquiera quiero verte cerca de mí porque tu presencia me molesta”, vaya, la forma educada de mandar a la mierda a alguien. Pero dado que no es así y que hay también dudas sobre si el sentirnos intimidadas puede justificar o no que no nos neguemos explícitamente, me declaro incompetente para dar ningún consejo al legislador sobre el tema del consentimiento como he venido haciendo con los otros temas. Partimos de unas realidades tan opuestas que lo único que puedo hacer es rogarle que, cuando legisle, sea lo más minucioso posible a la hora de establecer la casuística, porque las mujeres necesitamos que nos especifiquen qué palabras exactas son las que el legislador necesita para entender que NO es NO. Y, dado que, según se desprende de las sentencias, el tono también es importante, ruego se nos especifique también el tono en que debemos decir esas palabras. O mejor aún, grábenlas, ahora la tecnología lo permite. Graben qué palabras debemos decir y díganlas en el tono en que deseen que las pronunciemos. Así bastará con llevarlas en el móvil o cualquier otro dispositivo y, cuando se acerque un individuo –o varios– con intenciones de tener sexo con nosotras, consintamos o no, solo tendremos que poner en marcha el dispositivo y reproducirlas. Así no le quedará duda al individuo en cuestión de que si persiste en su empeño, habrá comenzado a caminar por la senda que le llevará a convertirse en un violador. Y si el miedo nos amordaza, la grabación sustituirá nuestra voz.
     Ya que parece que hemos comenzado el regreso al pasado, como a mí me convencieron las recomendaciones de los policías y médicos forenses de mi adolescencia y, fíjense ustedes, tengo en alta estima mi vida y mi cuerpo pero recuerdo bien las lecciones de las monjas, necesito que se me expliquen las cosas detalladamente. Es decir, si el tipejo en cuestión persiste en su empeño de tener sexo no consentido conmigo y tengo que oponer resistencia, necesitaría saber en qué limites de resistencia me puedo mover para evitar ser violada (o al menos intentarlo), evitar ser asesinada de paso y evitar ser encarcelada yo, si, por uno de aquellos envites de la vida, resulta que logro evitarlo a costa de hacer daño al agresor. ¿Puedo morderle, golpearle con mis manos o con algún objeto que tenga a mi alcance? Si un golpe no es suficiente para convencerle de que debe deponer su empeño, ¿hasta cuántos puedo dar sin que se considere que me estoy ensañando con el pobre presunto violador?
     Y si no puedo agredirle en defensa propia, ¿cómo puedo demostrar a un tribunal que he opuesto resistencia? ¿Cuántos hematomas debo tener en las piernas para que quede claro que no las abrí de buen grado? ¿Debo tener heridas en las muñecas y brazos para que se entienda que me tenían agarrada? ¿Me debe faltar algún diente como respuesta al mordisco que he de dar? ¿Necesita el legislador –o el tribunal– saber que sufrí uno o varios desgarros en mis partes íntimas? ¿Cuántos exactamente? ¿Cuántos golpes debo soportar para que se entienda que estoy aterrada y temo por mi vida? ¿Diez, veinte? ¿Cuántas cuchilladas? ¿Una? ¿Dos? ¿Cuántas?
     ¿Puedo sobrevivir al ataque? Y en caso afirmativo, ¿me puedo reponer?