jueves, 31 de mayo de 2012

Una pausa para el café

La puerta de la cafetería se abrió para dar paso a una mujer joven que entró pidiendo un café mientras buscaba un sitio donde sentarse. Encontró una mesa en una esquina desde donde veía todo el local. Mientras esperaba que se lo trajeran, se recostó en la pequeña butaca suspirando. Echó un vistazo alrededor con un gesto de aprobación. Le gustaba ese sitio y quedaba cerca de su trabajo. Se respiraba tranquilidad allí, por eso le gustaba ir cuando el mundo y sus problemas amenazaban con noquearla.


El camarero trajo el café con una galleta. Ella bebió un sorbo y, por encima de la taza, le vio. Nunca antes le había visto allí. Era un hombre joven, muy guapo. Llamaba la atención. Estaba frente a un ordenador portátil tan concentrado en lo que estuviera haciendo que no apartaba de él la mirada ni para beber el refresco que tenía sobre la mesa.

Ella siguió mirándole descaradamente para ver si lograba atraer su atención. Pero no. Al final, se levantó, pagó y regresó a la jauría de su mesa de despacho.

Durante el resto del día no pudo apartarlo de su mente. Le podía la curiosidad y un cierto regusto amargo por el fracaso de la indiferencia. ¿Cómo era posible que no la hubiera mirado ni una sola vez?

Regresó a la cafetería al día siguiente a la misma hora por ver si él estaba. ¡Bingo! Allí estaba, sentado en la misma butaca. Las personas somos animales de costumbres… Ella se sentó también en el mismo sitio que el día anterior pero esperó a que el camarero se acercara para pedirle un café. Durante todo el tiempo que estuvo allí sentada no le quitó el ojo de encima, pero él permanecía enfrascado en su trabajo, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Ella maldijo aquel trabajo cuando, al fin, se levantó, pagó y se fue.

La escena se repitió durante una semana sin que lograra que él la mirara ni una sola vez. Aquello se convirtió en un reto, una suerte de batalla por el honor ofendido, por la indiferencia manifiesta… El viernes cambió de estrategia. Fue a sentarse a la mesa contigua a la de él y, por el camino, tropezó con una silla que golpeó levemente su mesa. Él alzó, por fin, la mirada y ella sonrió musitando un “perdón”.

Sus ojos amenazaron con volver al trabajo y ella inició la conversación trivial que llevaba ensayando desde que lo vio por primera vez. Él ya no hizo mención de regresar al ordenador y se quedó prendado de los ojos, de las manos, de los labios de ella.

El lunes los ojos de él revoloteaban, cual picaflor, entre la puerta y la pantalla del ordenador sin llegar a posarse en ninguna de las dos hasta que ella franqueó el umbral, mirando directamente hacia donde él estaba.

Ella sonrió abiertamente y con satisfacción y los ojos de él chisporrotearon emocionados.

Se sentó junto a él y pidió un café. Él apagó el ordenador mientras le preguntaba su nombre. Las palabras tejieron una conversación y la conversación una historia en la que quedaron enlazados, suspendidos en el tiempo, amarrándose a los ojos del otro. El tiempo, fuera, transcurría inexorable y el sonido insistente del móvil los hizo caer a la realidad. Ella respondió a la llamada y se despidió apresuradamente de él.

El martes él la recibió con una amplia sonrisa en los labios y en los ojos y ella respondió con un beso que los devolvió al lugar en el que se tejía su historia.

Los días fueron transcurriendo entre el ajetreo del trabajo y del reloj y el remanso del café hasta que, en medio de uno de ellos, ella le pidió que la acompañara. Tenía tiempo y quería pasear. Los ojos de él dudaron un momento. Por un instante una sombra los nubló y los hizo temblar, pero se levantó pidiendo la cuenta y la dejó pasar delante. Ella bajó el escalón de la entrada y se giró para esperarle. Entonces vio el gesto de él. Su mirada bajó hasta sus pies y luego subió hasta sus ojos para quedarse flotando en ellos para siempre.