sábado, 24 de diciembre de 2011

Beatus ille

Dice el dicho popular que unos nacen con estrella y otros nacen estrellados y, mientras a los primeros, la vida parece allanarse y acolcharse a su paso, a los segundos se les llena de espinas, escarpadas cumbres y profundas simas.
Aunque nada, en el momento de la concepción, parece augurar el destino del nasciturus, lo cierto es que en la sala de partos ya podemos observar si una estrella ilumina el camino de la criatura o si cientos de ellas giran en torno a su cabeza.
Y por si la vida del estrellado no fuera en sí misma suficientemente dura, se ha puesto de moda entre los modernos decir que cada uno, con su actitud, se atrae las venturas y desventuras que ha de vivir. De manera que se le exige que, cual gimnasta deportivo, salga de cada centrifugado vital, o de cada trompazo, con la sonrisa puesta. Lo cual, además de imposible, no es ni siquiera deseable porque corre uno el riesgo de parecer bobo ante sus congéneres.
Y es que uno puede recibir uno, dos y hasta tres arañazos sin inmutarse, subir una, dos y hasta tres cimas, si está entrenado, sin jadear, caerse una, dos y hasta tres veces y levantarse sacudiéndose el polvo como si nada, pero pretender que sea así toda la vida es de una falta de sensibilidad espeluznante. Yo, personalmente, agradezco encontrarme con otro estrellado que me relate sus desventuras haciendo uso de la ironía y hasta del sarcasmo porque nunca vienen mal unas cuantas risas, pero entiendo que, a veces –y más a menudo cuanto más vida lleve a cuestas– afloren las lágrimas, la rabia y la impotencia. Entonces, parafraseando al poeta, sólo se me ocurre acompañar mi abrazo de un “feliz aquél que nació estrellado, porque sobrevivirá en la adversidad y llegará a la tumba más sabio”.
Si es que el que no se consuela es porque no quiere...