martes, 28 de diciembre de 2010

Maternidad frustrada

Ella está sentada en un banco en un parque. Los niños juegan con su alegre algarabía. Ella no ve ni oye nada. Menos mal.
Desea ser madre desde hace cinco años. Pero su hijo no llega. Al principio trató de no darle demasiada importancia, pero acabó impacientándose cuando ya no quedaban amigas -ni conocidas- sin embarazar o sin hijos. Entonces acudió al médico en busca de explicaciones y de ayuda y comenzó un calvario de pruebas, plazos y recomendaciones. Nada funcionaba así que acabó en un hospital donde, tras otra larga espera, inició el tratamiento para una inseminación artificial.
Hoy le han dado los resultados de la analítica para comprobar si su segunda inseminación artificial ha resultado exitosa: negativa de nuevo. Y está mal, muy mal. Esta vez creía que sí. Bueno, una siempre lo cree ¿no? Pero esta vez ella quería ser muy positiva y que no se colase un no que pudiese gafar su intento. Cuando la ciencia no sabe dar respuestas y falla una y otra vez, el ser humano regresa a sus orígenes donde residen la magia y la superstición. A pesar de todos sus esfuerzos, los racionales y los irracionales, esta vez tampoco ha sido. En su rostro, la desesperación, el desencanto, la incredulidad y el desconcierto: “Pues, ya está. Negativa, un mes de descanso porque deben limpiar el laboratorio, con lo que probablemente perderé mi cuarta oportunidad y a esperar dos reglas más.” Repite mentalmente una y otra vez las únicas palabras que ha escuchado en la consulta por ver si, de tanto repetirlas, logra desentrañar el misterio que la convierte en una mujer estéril.
Se ve a sí misma de pie, en el mínimo habitáculo que hace las funciones de consulta, frente a una mesa con un ordenador que observan varios médicos sin reparar siquiera en ella que ha llegado hace ya un rato y espera, espera con la emoción contenida desbordándosele por el alma y los ojos. De pronto uno de ellos alza la cabeza y, por fin, la ve. “¡Ah!, por cierto, ha salido negativa...”. Ella sigue en pie, inmóvil, negando con la cabeza como idiotizada. No se lo puede creer. ¿Negativa? ¿Cómo que negativa? ¿Qué ha salido mal esta vez? ¿No era todo tan perfecto? Y después: “No pasa nada” dice con un susurro de voz. El que parece que es el jefe toma la palabra, le dice que tiene que descansar un mes, con lo que, como para entonces estará a punto de cumplir la edad máxima que admite la Seguridad Social para estos casos, probablemente sólo le restará un intento más. Se lo dice con un tono que denota fastidio quizá porque ella sigue allí en pie, pasmada, mirándole sin verle, tragándose el dolor. ¿A qué espera? ¿Por qué no se va de una vez? “Tienen que limpiar el laboratorio” refunfuña el que parece el jefe. “¡Ah! No es culpa mía... la espera” susurra ella. Él gruñe un “No. Espera dos reglas y vuelves” que ella siente despectivo. Ella por fin logra mover los pies para salir de allí. No ha habido ni una palabra de consuelo, de explicación, nada que muestre la más mínima empatía.
No sabe cómo ha llegado hasta ese banco y no quiere moverse de allí. No quiere hablar con nadie, quiere estar a solas con su dolor. No quiere ir a trabajar ni hacer nada. Quiere llorar, sólo eso. No quiere negar más que sí que pasa algo, que le duele, que siente que nadie que no haya pasado por lo mismo que ella puede entenderla y que quiere que la dejen en paz. A la vez que necesita urgentemente el hombro de su marido para llorar. Pero él no está y si llora con él, ella sabe que él se sentirá mal y llorará también. Y no quiere que se sienta mal y se odia por preocuparse tanto por los demás y no por ella misma. Por tener que fingir siempre que está bien, que lo controla todo, que es fuerte y que puede con todo. Y se pregunta qué pasaría si un día no pudiese con algo, si se acabaría el mundo o si se acabaría ella.
Piensa en su madre. Tiene ganas de llorar en sus brazos como si fuera una niña pequeña. Está a punto de llamarla por teléfono, pero se acuerda de la última vez. Sabe que su madre no sabe qué decirle. Y que le duele. Pero ni punto de comparación con lo que le duele a ella. Con lo que les duele a los dos. Su madre no entiende nada; gracias al cielo, no sabe. ¿Chafada? No, jodida. Hecha polvo.
Ella no entiende nada, y eso es casi lo peor. Se le junta un dolor del alma, un dolor visceral, antropológico, de especie, un dolor sordo de entrañas, con un dolor racional, intelectual. Un pasmo idiotizado que dejó de anestesiar para romperse en mil pedazos ante una realidad no comprensible. Siente ganas de dejarse caer y caer y caer hacia un abismo de dolor y autocompasión a la vez que nota un impulso hacia buscar lo bueno de esta situación (siempre hay un lado bueno, todo es cuestión de encontrarlo), un impulso que le impide dejarse caer pero tampoco sabe si es bueno que no se deje...
Quiere gritar, pero tiene los labios sellados y pocas fuerzas para abrirlos. Quiere cerrar los ojos y dormir...
Mientras, los niños siguen con sus juegos en el parque.

viernes, 22 de octubre de 2010

¡Qué poca imaginación!

Miren, pues sí. Yo también me siento ofendida como mujer, más allá de la ideología, las preferencias, gustos o intereses, la ofensa, típica y tópica por otra parte, es una ofensa contra todas las mujeres, por sexista y por recurrente.
Imagínense que a mí, presa de un ataque de histeria (que es muy femenina) y privada completamente de mi capacidad de control verborreico me diera por afirmar que existe una subespecie de hombres mononeuronales afectados por el síndrome de la neurona desubicada, que cada vez que tienen una erección, padecen una encefalitis y que cada vez que llegan a un orgasmo, se les produce un derrame cerebral y que además son el perfecto ejemplo de la ley que afirma que cuando uno alcanza su nivel de incompetencia, es ascendido de categoría. Y que, por tanto, como se les supone que al llegar a la edad adulta, han debido alcanzar varios orgasmos (aunque sea en solitario) con las nefastas consecuencias que todos conocemos, sus declaraciones deberían ser consideradas como propias de un descerebrado.

Aunque una vez superado el ataque de histeria y recuperado el control sobre mis palabras, presentara mis disculpas alegando que fueron unas declaraciones desafortunadas fruto de la pérdida de la autocensura que evita que mis pensamientos se me escapen por la boca, ustedes, con toda la razón me dirían que las disculpas no son válidas y que es precisamente ese tipo de pensamientos lo que me convierte en una persona detestable.
Pues eso, que no cuela.

domingo, 17 de octubre de 2010

Huelgas, abucheos y otras manifestaciones

Pongamos las cosas claras desde el principio porque voy a ser de nuevo políticamente incorrecta:

Yo no hice huelga el pasado 29 de septiembre, día en que se celebra la onomástica de los que comparten nombre con los arcángeles, en primer lugar porque no tengo derecho (la que escribe pertenece a esos seres normalmente calificados con los peores adjetivos posibles, casi siempre indicadores de una visión decimonónica e industrial de las relaciones laborales, que a nadie parece importar), pero sí temía que una huelga general montada a final de mes por una hábil mente pensante que debe haber olvidado que existen los trabajadores de mi sector, me obligase a hacer una especie de huelga a la japonesa y nos tuviese trabajando a destajo la noche del 29 y el día 30 para que todos los trabajadores –huelguistas o no– cuyas nóminas dependen de nosotras, pudiesen cobrar el día 30. Afortunadamente no fue así. Sólo 8 de los casi 650 trabajadores de distintos sectores que manejamos hicieron huelga. Agradecer a los 2 valientes trabajadores del siglo XXI que no tuvieron miedo de avisar de sus intenciones de secundar la huelga, que entendiesen la necesidad de los demás de organizarnos el trabajo para poder ir a casa a dormir la noche del 29 y mi incomprensión ante el miedo de los 6 restantes.

Durante la jornada de huelga, y las posteriores, escuché comentarios de todo tipo en cuanto al seguimiento de la misma, que si el consumo eléctrico demostraba que estaba resultando un éxito, que si dependía de sectores... La verdad es que ni entonces, ni durante los días posteriores, hasta hoy, he escuchado nada sobre el único dato fiable para saber si fue o no un éxito: el número de movimientos por huelga realizado en la Seguridad Social que es a quien comunicamos qué trabajadores han hecho huelga para que se tenga en cuenta a efecto de cotizaciones. Nada, se ve que los números de verdad tampoco interesan a nadie. Yo pregunté a compañeros del sector. La respuesta fue abrumadora: habían hecho los mismos o incluso menos movimientos que nosotras. Así que, para nosotros, los encargados de comunicar a la Seguridad Social el número de trabajadores que hizo huelga, el seguimiento fue ínfimo. Otra cosa es que algunas empresas, por prudencia, miedo o directamente imposibilidad, no abrieran sus puertas ese día. Y me refiero a las industrias ubicadas en polígonos donde la acción de los llamados piquetes informativos puede ser –de hecho en ocasiones es– más coercitiva que informativa y a los pequeños comercios que tuvieron la mala suerte de estar en el recorrido de las manifestaciones o de ser víctimas de los desmanes de algunos individuos poco respetuosos con los bienes ajenos que les sellaron las puertas con silicona o llenaron los escaparates de pegatinas y grafitis ignorando si había trabajadores en el pequeño comercio en cuestión o el único trabajador era el dueño, ese ser infame y sin derechos pero con un montón de obligaciones que ese día se lo pasó limpiando y arreglando los desperfectos.

Por otro lado, no llego a entender, perdonen mi supina ignorancia al respecto, la misión de los llamados piquetes informativos en pleno siglo XXI. ¿De verdad alguien cree que en plena era de las comunicaciones, cuando todo el mundo tiene televisión en su casa y se mantiene ante ella durante horas y horas viendo las imágenes y escuchando los sonidos que salen de la -no tan- pequeña pantalla, cuando en todas las cadenas televisivas y emisoras de radio se han dedicado horas y horas a hablar de la huelga, cuando ha salido el tema en toda la prensa escrita –incluso en la gratuita– y además en grandes titulares para que nadie pudiera evitar leerlo... de verdad alguien se cree que todavía es necesario informar a pie de fábrica, de calle o en la puerta del trabajo que es jornada de huelga? Si a pesar de toda la información recibida durante semanas, un trabajador -o trabajadora que no crean que me olvido de ellas, es que yo uso el genérico por economía del lenguaje, una de las primeras normas que aprendí en mi vida– decide acudir a trabajar el preciso día en que otros están haciendo huelga, no se me ocurre otra razón que explique tamaño suceso paranormal que el que esté ejerciendo su derecho al trabajo, tan respetable, por mucho que algunos lo lamenten, como el derecho a la huelga. De manera que no entiendo por qué este trabajador –y vuelvan a perdonar mi supina ignorancia– debe verse sometido a entrar ese día a trabajar atravesando un grupo más o menos nutrido de personas que, como mínimo, le miran con reprobación. Porque si es uno de los héroes de que hablaba en otro artículo, puede que entre a trabajar desafiando al grupo y sus miradas, pero si es uno de los simples humanos mantenedores de la especie (que somos los más numerosos), lo más probable es que regrese sobre sus pasos y se vea coaccionado a realizar una huelga que en principio no deseaba secundar por si entre los componentes del piquete se encuentra algún exaltado o violento que, creyendo que su pertenencia al piquete le da patente de corso, pase de las miradas a las palabras y de éstas a los hechos. Y es que el miedo es libre y el ser humano tiene memoria que le hace recordar sucesos acaecidos hace bastante (o no tanto) tiempo.

En segundo lugar, aunque hubiera podido hacer huelga, no la habría hecho. Ya avisé de que no iba a ser políticamente correcta. La razón es que no creo en las huelgas, manifestaciones o cualquier otro tipo de reivindicación masiva que me haga sentir miembro de grey. Llámenme lo que quieran, pero soy individualista. Mis lentejas me las busco yo y mis problemas me los soluciono yo y si no se pueden solucionar, que es lo que ocurre con las cuestiones que afectan a la política y las masas porque nos trascienden, pues aprendo a vivir con ellos. Me amoldo, señores, e intento sobrevivir. Y no soy la única, por lo que observo, que tiene como filosofía de vida lo que resume la frase de Bruce Lee que tan famosa hizo una campaña publicitaria, desde mucho antes de que la mencionada campaña la difundiera por doquier.

Esta lección la aprendí hace tiempo, cuando era más joven. Entonces acudí a manifestaciones y secundé muchas jornadas de huelga para evitar que la LOGSE saliera adelante. Por aquel entonces los maestros y los que estudiábamos para serlo, la veíamos como lo que ha resultado ser: un fracaso educativo de gravísimas consecuencias. Ni siquiera poniendo los medios adecuados para llevarla a cabo podría funcionar, cuánto menos sin la dotación económica suficiente. Dio igual, se impuso a pesar de tener en contra al colectivo que debía aplicarla (como tantas otras veces se hace). Visto que cuando un político toma una decisión de las de verdad, no de esas que lanzan como globos sonda para tantear la opinión de la gente y se pasan varios días diciendo cada uno de ellos una cosa para al final decir donde dije digo, digo Diego, siempre es irrevocable y más si es en materia económica porque normalmente tienen que obedecer las órdenes de los de arriba, es decir, de quienes juegan la partida de la que los de abajo sólo somos piezas del tablero, mi conclusión fue la del escepticismo grupal y opté por el individualismo. Así yo, durante los años que ejercí como maestra o profesora, intenté transmitir a mis alumnos el gusto por el saber, la necesidad del esfuerzo real para obtener resultados y otras muchas cosas que es evidente que estaban pasadas de moda e iban contracorriente, pues ya no ejerzo como tal.

Pero vaya, es que yo suelo ir a contracorriente normalmente porque, ya lo he dicho, no me gusta sentirme miembro de grey, me gusta formarme mi propia opinión que, a veces, concordará con la de la mayoría o con la de los que mandan, o no. Y por eso, a pesar de que no hubiera secundado lo huelga de haber podido hacerlo, también diré que estoy en contra de la Reforma que se pretendía evitar con la huelga. Pero estoy en contra porque me parece una reforma mojigata que no va a solucionar nada y que sólo parece fruto de una mala situación económica de las arcas del estado en la que se pretende, por una parte, recaudar más dinero a base de recortar las bonificaciones por contratación, y por otra hacernos comulgar con ruedas de molino vendiéndonos humo. Esta reforma, que no gusta a los sindicatos, dudo mucho que guste tampoco a la patronal. Les recomiendo que se la lean después de haberse leído las anteriores leyes y sus reformas. Verán cómo poco a poco fueron desapareciendo ventajas para todos, empresarios y trabajadores. Pero lean ustedes, vayan ustedes a las fuentes, no escuchen a los que, desde los micrófonos, intentan llevarse el ascua a su sardina contándonos verdades a medias o mentiras a espuertas.

Y hablando de cosas con las que estoy en desacuerdo, tampoco apruebo los abucheos en actos solemnes. Creo que cada cosa tiene su tiempo y su espacio. Y gritar: “Zapatero, dimisión” mientras desfila la Senyera el día de la Comunidad o mientras se realiza el homenaje a los caídos el día de la Hispanidad, miren, pueden llamarme retrógrada, estirada, o lo que quieran, pero lo considero una falta de respeto y una elección del momento, cuando menos, desafortunada. Las personas somos libres de expresar nuestra opinión, pero igual que no hay que confundir libertad con libertinaje, existen momentos y foros donde expresar nuestra opinión, y no es todo válido. Un momento solemne, en el que los políticos actúan en representación de toda la ciudadanía, les hayamos votado o no, y no actúan en representación propia, no es el foro para exponer reivindicaciones privadas. Y da igual lo cansado, harto o aburrido que esté uno de esos políticos. Se trata de educación, señores, y la estamos perdiendo a una velocidad vertiginosa y sin ella el mundo que nos espera es el de algunos vergonzosos programas televisivos, pero de eso, hablaré otro día.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Hábitos saludables

Lunes 8:10 a.m.
Despierto a mi hijo. Sonríe mientras me da los buenos días y se levanta de la cama. Sonrío. Es buen augurio. Se levanta de buen humor y rápido. Parece que la mañana irá bien. Toco madera. De repente, mientras se pone la camiseta, recuerda la clase que tuvo el viernes y comienza a contármela. La asignatura que antes se llamaba Alternativa a la Religión y ahora Atención Educativa es sobre la que versa su charla. Me comenta que le han explicado que el desayuno es la comida más importante del día y que si no desayunan bien, no tendrán fuerzas para rendir en el colegio. A medida que avanza en su discurso, éste se va transformando en una arenga y en el enfervorizado discurso de quien pretende ganar acólitos, todo ello mientras detalla los ingredientes del desayuno ideal que, por supuesto, él debía empezar a tomar hoy mismo y yo preparar. Yo escucho en silencio haciendo uso de las artes aprendidas a lo largo de mis muchos años en un colegio de monjas en el que nos predicaban sobre el espíritu crítico sin darse cuenta de que podía ser usado en doble dirección y que yo aprendí, tras la primera bofetada, que en la dirección contraria a la establecida por las monjas se podía hacer uso del espíritu crítico sólo en el pensamiento. Es decir, que le escucho con cara de póquer, fingiendo estar absolutamente de acuerdo con las palabras que han grabado en su tierna cabecita mientras, en silencio me pregunto cómo diantres va a caber tan pantagruélico desayuno en su estómago de 6 años, y, sobre todo, cómo diantres va a almorzar un bocadillo apenas hora y media después de haber ingerido un tazón de leche, dos tostadas de pan con mantequilla, queso fresco con miel y un zumo de frutas recién exprimidas. ¡Dios mío, me tenía que haber levantado dos horas antes para poder tenerlo todo preparado a tiempo!

Lunes 8:20 a.m.
Mi hijo, mientras prepara la mesa para el desayuno, insiste en todos y cada uno de los ingredientes de tan importante comida y se saca cuchillo y tenedor. Yo me atrevo a comentarle que a él no le suele apetecer tanta comida de buena mañana (eufemismo por "te sienta mal comer tanto tan pronto"), pero él, con la lección bien aprendida (no hay nada como predicar desde un púlpito, estrado o ante a una pizarra para que a todo lo predicado se le diga amén), insiste en la inminente falta de fuerzas que le sobrevendrá caso de desobedecer y no atiborrarse a comida. Me rindo. No tiene sentido iniciar tan temprano una discusión filosófica que sólo acabará cuando la experiencia demuestre o no las bondades del susodicho desayuno. Así que dedico mis esfuerzos a negociar con él los ingredientes argumentando que, al no haber sido preavisada con la suficiente antelación, no los hemos comprado. Cuela, gracias nevera por ser tan alta. La negociación concluye con el tazón de leche y cereales. Le pongo pocos y tampoco protesta. Si conoceré yo su cuerpo serrano...

Lunes 8:30 a.m.
Finaliza el desayuno e inicia tareas de higiene personal. Bueno, no van mal las cosas. No hemos perdido mucho tiempo.

Lunes 8:40 a.m.
Preparados para salir hacia el cole. ¡Objetivo conseguido! Hoy llegamos sin prisas ni estrés. Mientras abro la puerta de casa para salir, oigo un ruido lamentablemente conocido tras de mí. Me giro y no sé por qué, no me sorprende lo que veo: a mi hijo vomitando el desayuno en mitad del recibidor. Cierro la puerta, cuento hasta diez mientras le aparto, lo meto en el baño más cercano y le digo con toda la calma que puedo que se quite toda la ropa. Voy a la cocina, lleno un cubo de agua, cojo el mocho, limpio el desastre, corro a su cuarto, cojo ropa limpia, le lavo, le ayudo a vestirse para ir más deprisa. Le envío a lavarse los dientes de nuevo mientras yo lavo la ropa y las zapatillas. Me cambio yo de ropa y me lavo. Y le digo que para él no es bueno desayunar tanto tan temprano. Él insiste tímidamente en que es lo que le han dicho. Yo replico que si esa persona le conoce a él personalmente, si sabe de sus tolerancias y costumbres, si le levanta cada mañana. Claro, no. Pues qué bien está ella tranquilamente esperando a que lleguen los alumnos a clase mientras yo me dedico a deshacer a toda prisa el entuerto en que me ha metido con su bienintencionada pero ignorante recomendación.

Lunes 8:55 a.m.
A la mierda la tranquilidad y las buenas intenciones del primer día de la semana. En estos momentos ya no puede ser considerado es-tres, hemos alcanzado el es-veinte porque estamos saliendo ahora de casa y hay que llegar al cole antes de 5 minutos porque a las nueve en punto cierran. Vísteme despacio que tengo prisa. Todos los semáforos en rojo. Coches lentos por doquier. Transeúntes parsimoniosos. Mamá, ¿me cuentas un cuento? Sí cariño, claro ¿el de María Sarmiento va bien? Porque es el único que me viene a la mente en este momento.

Lunes 9:01 a.m.
La calle cortada por entrada de niños al colegio. Abandono el coche en el primer lugar que puedo. Salgo cual gacela a la que le va la vida en la carrera. Cargo al niño en brazos con mochilón incluido. Llego a la puerta 9:02. Cerrada. Llamo, acude el conserje y me regaña por llegar tarde. Tomo aire, él no tiene la culpa. Pido hablar con la profesora que me recibe, menos mal, sonriente. Le explico el motivo de la tardanza, sonríe y me dice: Sí, es que estamos inculcándoles hábitos saludables.

¿Saludables? ¿Para quién? Él ha vomitado y en estos momentos ambos estamos a punto del infarto... ¿Saludables? Pero por el amor de Dios que estamos en España, que aquí toda la vida de Dios ha habido gente que ha desayunado ligero, ha parado para un buen almuerzo (de hecho los niños tienen recreo donde toman un bocadillo), después ha vuelto a parar para degustar una suculenta comida (en ocasiones de un solo pero completísimo plato, léase lentejas, fabada o arroz al horno, vaya que no es necesario comer siempre dos platos más ensalada) y luego, si son niños, merienda y si no, una cena ligera antes de dormir. Y oye, que hemos sobrevivido durante generaciones sin niguna malformación. Que esto de las modas es muy peligroso y no se pueden cambiar los hábitos de la noche a la mañana sin un motivo serio y menos sin tener en cuenta las peculiaridades personales, que por mucho que quieran somos individuos diferenciados, no clones. ¿No se educaba en la tolerancia? Pues tolérennos a los diferentes, coñe, y no nos obliguen a ser como no se sabe quién ni por qué, desea que seamos.

Lunes 9:10 a.m.
Regreso al coche. Me encierro en él y respiro hondo varias veces para volver a la normalidad antes de iniciar el trayecto para mi trabajo al que he de llegar antes de las 9:30 y en el que hoy me espera un día horribilis.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Víctimas del sistema

Tengo, desde hace mucho tiempo, una teoría: el sistema sólo quiere mediocres -o de mediocres para abajo, como se quiera-.
Hace ya mucho tiempo que nuestro sistema educativo, en aras de la universalización de la enseñanza, causa absolutamente loable y necesaria, optó por bajar el nivel de exigencia argumentando que, de esa forma, todos, tuvieran los estímulos que tuvieran, podrían acceder a unos contenidos mínimos y obligatorios. Lo que no encontraron, quizá porque no buscaron bien debido, en mi opinión, a la falta de interés, es la fórmula para que aquellos alumnos más avanzados o más capacitados pudieran aprovechar el tiempo empleado en su formación de manera acorde a sus posibilidades, con lo que, a la larga, la sociedad entera se beneficiaría.
El problema se agravó a medida que ampliábamos nuestro concepto de "enseñanza obligatoria" y creímos que todo el mundo debía acceder al BUP porque si uno hacía FP era inmediatamente considerado ciudadano con bajo coeficiente intelectual. Más tarde, se hizo necesario que todos los estudiantes cursaran una carrera universitaria, no fuera a ser que se dudase de su capacidad intelectual...
Pero, francamente, ni todo el mundo está capacitado para realizar estudios superiores (ya sé que lo que digo es políticamente incorrecto pero me da igual), ni todo el mundo está capacitado para reparar un coche, por poner un ejemplo. Y, desde luego, se ha hecho más que evidente desde hace lustros, que nuestro mercado laboral es incapaz de absorber tanto universitario como tenemos.
Y si mezclamos sistema educativo con el factor económico… el resultado es: lo que tenemos. Me explico: por un lado tenemos colegios privados que, lejos de buscar la excelencia en cuanto a nivel académico de sus alumnos, pretenden engrosar las carteras de los dueños y, pintándolo más o menos bonito (en cuanto a gustos no hay nada escrito), atraen a alumnos –y padres- que hacen suyo el dicho de “el cliente tiene razón” y “yo pago para que me aprueben”. Este tipo de institución académica lamentablemente la podemos encontrar en cualquier nivel de enseñanza, desde Educación Primaria hasta la Universidad. Y lo peor es que las entidades públicas encargadas de velar por el cumplimiento de la legislación hacen la vista gorda porque mientras haya gente que libremente acude a esos centros, se dispersará la población en edad estudiantil y, por tanto, no se verán en la obligación absoluta de dedicar fondos a construir y dotar de material a los centros públicos. Y por otro lado, al menos en el ámbito universitario, dado que hay tanta competencia entre Universidades, porque la sociedad que permite que sus jóvenes sean lo suficientemente maduros para salir con quien y hasta cuando deseen, no considera que sean lo suficientemente maduros para salir de casa antes de los treintaytantos y por tanto exige que en cada esquina haya una universidad para que los nenes no se tengan que desplazar, decía que, como hay tanta competencia y reciben fondos públicos en función del número de alumnos, también han ido abandonando la política de la búsqueda del prestigio que, francamente, en una sociedad del mínimo esfuerzo para el máximo rendimiento como es la nuestra, no tiene futuro, por la política de captar alumnos que deseen acabar con un título sin demasiado esfuerzo.
Con todo, tenemos un país con un número increíble de titulados universitarios que permite a los políticos empavonarse con la frasecita de que nunca nuestros jóvenes han estado tan preparados, como si la obtención de un título fuera hoy en día garantía de buena preparación, pero con un analfabetismo funcional que es más que preocupante y un nivel cultural que asusta.
Pero nada de esto es fortuito. Mi teoría es que estaba perfectamente planeado desde hace mucho, mucho tiempo, como en los cuentos.
Y es que al sistema no le interesan los mejores. No quiere formar intelectuales que se conviertan en gente con criterio (también llamados vulgarmente “moscas cojoneras”) que pongan en tela de juicio las actuaciones de quienes mandan o gobiernan, que no permitan semejantes tejemanejes y sobre todo, ya que estamos con la ley del mínimo esfuerzo, que les pongan en entredicho o les obliguen a cultivarse.
Y así, el fracaso escolar en gente con un coeficiente intelectual alto es impresionante y se debe al aburrimiento. Lo realmente peligroso es que, como los chavales son inteligentes y les dejan demasiado tiempo para pensar y muy poco aliciente para pensar en algo productivo, se dedican a pensar maldades y molestar en clase a los pobres mediocres.
Algunos logran escapar, con sangre, sudor y lágrimas de tan indeseable destino y logran finalizar estudios superiores destacando siempre por unos excelentes resultados académicos. De estos conozco unos cuantos, pero me referiré a dos de ellos. Sin embargo, y una vez finalizada con sobresaliente éxito su formación, se encuentran las puertas laborales cerradas –o entreabiertas, que no sé qué es peor, porque se les exprime al máximo por nada-. Si todo fuera como debe ser, esto no resultaría un problema, porque, por lógica, los talentos deberían quedarse en el ámbito universitario (centros de saber) para que siguieran investigando y analizando para que nuestra vida de simples mortales fuera cada vez un poco mejor. Pero tampoco es así. Porque nuestras Universidades cuentan con pocos fondos para la investigación y por tanto ni siquiera pueden pagarles un sueldo digno para que se queden. Y los mejores, nuestros mejores, de los que deberíamos sentirnos orgullosos porque son nuestros aunque no ganen copas del mundo, se ven abocados a la nada y la frustración.
Y no hay derecho. No es justo que a los mejores se les reserve el peor de los futuros. Yo sí estoy orgullosa de ellos y exijo que se les coloque en el lugar que merecen y que tengan acceso a una vida digna, como la de cualquier otro ser humano.

martes, 3 de agosto de 2010

Qué semanita llevo...

Envejezco. Hay que afrontarlo. Hace tiempo ya que todos mis movimientos van acompañados de algún sonido tipo uf, ay, buf y ahora acabo de descubrir que mi brazo comienza a no ser lo suficientemente largo como para alejar el texto que tengo que leer. Así que no hay otra que ir al oculista.

Y de allí vengo. Decidida a enfrentarme a la cruda realidad del bendito envejecimiento (bendito porque es prueba evidente de que sigo viva), salgo del despacho monísima de la muerte, señorita hasta la médula y encamino mis pasos hacia la óptica más cercana. Llego, saludo y explico mi problema al amable dependiente con una sonrisa resignada y él me acompaña hasta un taburete frente a una máquina con reposabarbillas para ver los ojos. Me invita a sentarme. La persona que se sentó antes era un liliputiense y la máquina me llega a la altura del ombligo. El amable dependiente me dice que tire de la palanca que hay bajo el asiento. Tiro. El asiento no se mueve. Vuelvo a tirar. No baja ni un centímetro. Me indica que tire con fuerza. Lo hago. Y de repente me siento en el subsuelo a punto de ser arrollada por el metro y con el codo dolorido por el golpe que le he propinado a lo que antes de mi aparición era una mesa y ahora un montón de astillas.

El amable dependiente me ayuda a salir del socavón mientras yo, muy digna, me retoco el peinado descompuesto por el viento que provoca el metro y sonrío admirando que haya sido yo la causante de tal desaguisado. Menos mal que a las ancianitas se nos perdona todo.

lunes, 2 de agosto de 2010

Confesiones

Lo confieso: pertenezco a la tribu de los pies grandes. Somos personas más o menos normales, como todos. Quiero decir que sentimos, trabajamos y pagamos nuestros impuestos como cualquier otro ciudadano de bien, pero tenemos los pies grandes, ¿qué le vamos a hacer? Tampoco es como para condenarnos al ostracismo.

En concreto yo, soy mujer y calzo un número 41 (antes era un 40, pero me ascendieron con la nueva numeración). En mi defensa diré que no es que parezca que llevo por zapatos un par de transatlánticos –en realidad, como mi pie es lo que llaman “romano”, estaría más cómoda con un par de portaaviones–, mido 1’77 metros, así que tengo el pie adecuado para no parecer una mujer peonza y, desde luego, no me hace falta llevar banderines rojos para avisar de mi presencia en las esquinas. Hasta la fecha, nadie ha tropezado jamás con mis pies sin embestirme de paso, lo más que me ha ocurrido ha sido, al trabajar con niños pequeños, que se suban a mis pies intentando reducir la distancia que separaba nuestras cabezas. Vano intento, por otro lado, puesto que apenas la reducían en dos o tres centímetros, porque, vale, lo confieso también, además de romano, mi pie es parecido al de los patos (largo, ancho y aplastado).

Normalmente no pienso mucho en mis pies ya que, afortunadamente no me suelen dar más problemas que cuando he de ir a comprarme zapatos, por eso intento espaciar al máximo mis visitas a las zapaterías y alargo lo indecible la vida del calzado que, al fin, consigo, tras un periplo lleno de calamidades.

Aún recuerdo con dolor, disgusto y cierto sabor amargo cuando, recién cumplidos los doce años y calzando ya un número 38, tenía que acabar siempre comprando zapatos de tacón y diseño que tal vez mi abuela llevara con agrado porque, tras recorrer todas las tiendas conocidas y por conocer, nunca encontraba zapatos de niña –o adolescente, según se quiera ver– de ese número. Y en esa tesitura llegué a los 17 años, fecha en la que se popularizó la bendita manoletina para todos los gustos, edades y números.

Más adelante, rondando ya la veintena, ocurrió que un sábado por la tarde vi en un escaparate de un centro comercial varios zapatos que me gustaron, así que entré en la tienda y le pedí a la dependienta que me acompañara fuera para mostrarle los modelos de mi interés. Tomó nota de las referencias, me preguntó el número y, al decirle que el 40, me miró horrorizada y, horrorizada, se puso a gritar en mitad del pasillo de aquel centro comercial atestado de gente: “¡¡¡¿Cuarenta?!!! ¡¡¡Qué barbaridad!!! ¡Aquí no tenemos números tan grandes! Esto es una zapatería de mujeres.” Y, por supuesto, yo, gastando ese número, era imposible que fuese una mujer. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Mi cuerpo me engañaba, aparentaba ser mujer, pero no lo era. Como entonces no lo sabía y mi autoestima estaba lo suficientemente picada por el sometimiento a escarnio público que acababa de recibir, muy ofendida le espeté un: “¿Y qué número crees que usan las modelos, pedazo de ignorante?” Me di media vuelta y qué decir tiene que jamás regresé a esa zapatería.

Sin embargo aquel episodio me marcó más de lo que podía entonces imaginar. A partir de ese momento comencé a entrar a las tiendas preguntando primero si tenían cuarentas y qué modelos tenían. Y me encontraba con que muchas zapaterías no tenían ninguno y unas pocas tenían un pequeño expositor al fondo de la tienda, medio oculto y avergonzado, con unos pocos y feos zapatos pasados de moda del número cuarenta (luego pasó a ser cuarenta y uno) que, para mayor sufrimiento, esta vez de la cartera, eran mucho más caros que los demás. Jamás a un centímetro se le sacó mayor rendimiento.

Así pues, la que suscribe gastaba un dineral en unos zapatos horrorosos que llevaba a disgusto y que siempre le hacían, no ya rozaduras, sino terribles heridas en los talones que, a causa de su constante repetición, lograron crearle unos bultos perennes en dicha parte del pie que era lo que le faltaba a la belleza del miembro (largo, ancho, plano y con un bulto huesudo en su parte posterior).

Después apareció en mi vida el deporte y me dediqué en cuerpo y alma a las zapatillas deportivas especializadas con las que, aunque fuera de las que se vendían para hombre (no, si aquella estúpida dependienta acabaría teniendo razón), nunca tuve problema para encontrar número. Y puestos a pedir, pedía un número más y así evitaba rozaduras. ¡Qué placer, caminar sin dolor e importándome un comino si el calzado era bonito o no! Eso sí, mis pies añadieron una nota más a su peculiar belleza: se muscularon. Se hicieron más planos, si cabe, para poder impulsar más y agrandar al máximo mi zancada, se les marcaron los potentes músculos y tendones de los dedos y les salió un músculo oculto hasta el momento: el extensor corto de los dedos, que como un segundo tobillo externo algo adelantado y caído se mostraba arrogante a todo aquel que descendiera su vista a mis pies.

Fui creciendo y cambié de profesión, y por ende, de calzado. Y regresé a la busca y captura de zapaterías que tuvieran algún feo, caro y pasado de moda modelo del 41 para descubrir que apenas quedaban un par de ellas. Luego se extrañan de que no llegue a apreciar la estética del calzado…

Así llegamos a rondar los cuarenta cuando, por fin, descubro, fuera de los circuitos de moda, alguna tienda que suele tener zapatos de mi número bonitos y de temporada. Pero, observen lo que me ha ocurrido esta misma mañana:

Andaba yo en busca de unos zapatos para asistir a una boda y he visto en el escaparate dos o tres modelos que me gustaban y, como soy gata escaldada (cómo no serlo con semejante historial), me he acercado a la puerta y le he preguntado a la mujer que me ha salido al encuentro (ignoro si dependienta o dueña) si había alguno de mi número, a lo que ella me responde con una amable sonrisa que no, que no les llegan zapatos de fiesta del 41. Estupefacta, le pregunto si acaso piensan que no somos invitados a fiestas por tener los pies grandes, a lo que ella, con una sonrisa de conmiseración contesta que no es eso, es que piensan que, como es un número alto, no nos gusta llevar tacones.

¡Ah, acabáramos! Eso es otra cosa, claro que sí, ya no se duda de nuestra femineidad, se trata de que los fabricantes de zapatos aún no han descubierto la tecnología naval del bulbo para la quilla y no saben que flotaremos igual con nuestros transatlánticos o portaaviones lo lleven o no y, caso de no caminar sobre las aguas, ignoran que, precisamente el tamaño de nuestros pies va a hacer que la pendiente del tacón sea menos inclinada y, por tanto, seremos más estables.

O, quizá sea que los fabricantes de zapatos a los que presupongo varones y bajitos –puestos a especular, hagámoslo todos–, de lo que sí son conscientes es de la proporción de las formas y, sabedores de que un pie grande suele pertenecer a una mujer alta, lo que no pueden soportar (cuestión de complejo, supongo) es que existan mujeres altas, orgullosas de serlo, a las que no les importe subirse a los andamios que proporcionan los tacones para ver el mundo (suponen ellos) desde más arriba y, que, de paso, les vean las calvas. Olvidan, sin embargo, que a esas mujeres, a las que de ninguna manera quieren a su lado, puede que el tamaño –digo, la estatura– no les importe, aunque todo siga la supuesta ley de la proporción.

De cualquier forma, ruego encarecidamente al gobierno de este país, que tantas leyes en favor de los derechos y libertades de sus ciudadanos promulga, que recuerde que entre sus votantes puede haber algún pie grande y, por tanto, formule, al menos, una Orden, por la cual se obligue a los fabricantes y vendedores a tener zapatos de todas las tallas y de las tres B.

martes, 27 de julio de 2010

Con mis mejores deseos.

Estaba sentada frente a mí, preguntando, escuchando, como siempre. Hacía años que no nos veíamos pero el tiempo no pasa para nosotras, para el cariño que nos tenemos. Nos estábamos poniendo al día. Yo la miraba. Un atisbo de emoción contenida se vislumbraba a través de sus manos que a duras penas se mantenían quietas apretando el vaso de refresco, o a través de una leve sonrisa que, de cuando en cuando, lograba escapar de entre sus labios. Si algo la definió desde siempre fue la mesura, la templanza. Algo oculta.
Sus ojos, como siempre, chispeantes, pícaros, inteligentes, sonreían lo que no le permitía a su boca. Siempre fue así. Su mirada lo decía todo, incluso aquello que ella prefería que permaneciese oculto: una preocupación, una tristeza, un desengaño, el dolor...
Es curiosa esta vida que se empeña en poner a prueba el aguante de los mejores, su capacidad de sufrir y reponerse al sufrimiento sin perder ni un ápice de su esencia. Demasiado dolor para alguien tan joven, demasiada vida para haber sido vivida en tan poco tiempo, y, sin embargo, sólo quien la conoce desde siempre puede decir que allá, en el fondo de esos ojos que siempre sonríen, se aprecia un punto de madurez no serena sino amarga, el resto únicamente puede ver la placidez de quien ha vivido intensamente extrayendo todo el jugo a cada experiencia, rumiándola hasta convertirla en puro saber.
La conocí hace casi dieciocho años. ¡Una mayoría de edad! Entonces ella tenía once años recién cumplidos (yo catorce más) y ya era así: madura, inteligente, mesurada, divertida, conciliadora, simpática y alegre hasta la médula... La conocí cuando ella apenas era una adolescente, casi una niña, y sin embargo estábamos hablando con la naturalidad de dos mujeres adultas, de dos amigas.
Vino a decirme que se casaba. ¿Tan pronto? ¡Ah, no! Ha pasado mucho tiempo... Es lo que tiene no haberla tratado jamás como a una cría, una pierde la noción del tiempo. Se casa. Y es feliz. Suspiro. Soy feliz. La miro. Sí, es feliz. Sonrío. ¡Por fin mi niña logra ser feliz! Le miro a él. La ama, es evidente. Bien. Sonrío. Tampoco yo soy propensa a las manifestaciones grandilocuentes de los sentimientos. Ella lo sabe. Aún así me maldigo por ello. Quisiera poder expresarle cuánto me alegra verla feliz, saber que se casa. Sonrío de nuevo. Ella lo sabe. Nos miramos. Sobran las palabras.La semana pasada fue su cumpleaños. Quiero regalarle mis palabras y, con ellas, mi deseo de que encadene tantos momentos de felicidad como para que al final de la vida, cuando aparezca el enanito cabrón cuya misión es preguntarle si volvería a vivir su vida una y mil veces más, exactamente igual a como la ha vivido esta vez, pueda decir con sus ojos vivarachos y la sonrisa colgada de las orejas que: POR SUPUESTO QUE SÍ.
Enhorabuena, Julia, corazón. Que seáis muy felices.

viernes, 9 de julio de 2010

Va de animales (con todos mis respetos a las especies animales)

Últimamente, cuando paseo por la calle con mi hijo, la gente nos mira raro.
Mi hijo es pequeño aún. Bueno, seguramente él no estará de acuerdo con esa afirmación porque todo es relativo y él se compara con él mismo cuando era aún más pequeño, pero para los que pueden estar leyendo este artículo, él es aún pequeño. Por eso, porque es pequeño, camino por la calle cogiéndole de la mano. Normalmente vamos hablando. Pero cuando nos cruzamos con gente siempre se nos quedan mirando con cara de extrañeza.
Todo comenzó hará como medio año. Cuando la cabeza de mi hijo llegaba a la altura de las manos de los transeúntes. Caminábamos por la acera cuando nos cruzamos con un tipo al que se le quemaba el arroz. Iba luchando contra sus pies que no conseguían ir más rápido y no apartaba de ellos su mirada furibunda. Como para darles alas, braceaba con fuerza. Al llegar a nuestra altura, uno de sus balanceantes puños golpeó la cabeza de mi hijo de tal suerte que el pobre se tambaleó durante unos segundos cual bolo pensándose si se dejaba derribar o no por la bola y de no ser porque le aferré con fuerza, de seguro que habría sucumbido ante el ataque enemigo que huyó a la velocidad del rayo sin musitar siquiera unas palabras de disculpa.
Escenas similares ocurrieron más veces. En otra ocasión nos cruzamos con un grupo. ¿Os habéis fijado que cuando las personas paseamos en grupo nunca nos separamos? Conformamos algo así como un pelotón ciclista apretujado para no perdernos ni un fonema de la conversación conjunta y si por azar nos cruzamos con alguien será ese individuo quien tenga que encontrar los intersticios del pelotón para lograr atravesarlo indemne. Pero si nos cruzamos con más de un individuo... ¡ah, cómo cambia la cosa! Entonces recuperamos el instinto bélico de la manada y nos convertimos en una falange que avanza sin piedad contra el enemigo. Solo que esta vez el enemigo lo componían una mujer y un niño pequeño. El general de la falange sopesó el encontronazo y decidió que ante la estatura superior a la media de la mujer y la posible filiación del niño, sería mejor atacar al débil y así someter al adulto. De manera que con un leve cambio de orientación, enfilaron contra la criatura. Por más que intenté protegerle con mi cuerpo sólo logré evitarle algunos manotazos en la cabeza que me llevé yo en las nalgas y los riñones. Y salimos maltrechos del lance.
A partir de ese momento, me dediqué a caminar junto a mi hijo como si mi brazo libre fuese un rabo espanta-moscas apartando de un manotazo a todo aquel puño que pretendiera impactar contra su cabeza. No era muy cómodo caminar así, pero sí bastante efectivo.
Pero mi hijo creció. Dio lo que se llama un estirón –es lo que tienen los niños, que crecen de manera abrupta– y rebasó la altura de las manos para alcanzar la de los bolsos de las señoras. Bueno, era un paso importante, porque reducíamos considerablemente el número de posibles agresores. Sin embargo los bolsos femeninos contienen una serie de utensilios duros y puntiagudos que pueden hacer más daño que los puños o manos de peatones distraídos. Y doy fe porque en mi afán de seguir protegiéndole la cabeza de cuanto objeto amenazante se le acercara, me llevé más de un golpe que me dejó la mano dolorida por varios días.
Ni qué decir tiene que jamás escuchamos una disculpa, ni nunca nadie se preocupó por nuestra salud después de habernos agredido sin mediar provocación alguna por nuestra parte. El golpe venía sin aviso verbal y sin despedida se marchaba.
Un día mi hijo ya no pudo más. Paseábamos charlando –y es que lo nuestro no tiene nombre por reincidentes–, yo mirando al frente ojo avizor ante cualquier ataque furtivo cuando él puso la galga y por poco me descoyunta el brazo en su frenada. No hubo forma de hacerlo avanzar. Como si tirase de una terca mula, allí me teníais intentando hacerle andar mientras él se negaba obstinadamente señalando al frente con la mirada. Seguí sus ojos y vi que a unos 20 metros había una pareja que caminaba despacio y acaramelada hacia nosotros. Con palabras tranquilizadoras le convencí de que no había amenaza real y él comenzó a caminar justo cuando la pareja nos alcanzaba y el hombre agarró por la cintura a la mujer tirando de ella para sí besándola apasionadamente a la vez que el bolso de ella, con la fuerza centrífuga del giro, se separaba de su cuerpo para ir a estamparse contra la cara de mi hijo. El beso se truncó casi nada más comenzar cuando la mujer buscó al posible ladrón de su bolso y fulminó a mi hijo con la mirada, que musitó un “perdón” mientras huía despavorido.
Nunca más conseguí caminar con él por la calle con tranquilidad. Se frenaba y buscaba un refugio seguro cada vez que alguien compartía la acera con nosotros.
Entonces tuve una idea. Busqué una tienda y le compré un casco de motorista y se lo pongo cada vez que salimos a la calle. Nosotros caminamos tranquilos, pero la gente nos mira raro...

jueves, 24 de junio de 2010

La lluvia no es el problema

Ayer llovió. No un aguacero de esos que a veces caen como si se fuera a acabar el mundo. Sólo llovió. Comenzó como un calabobos que, de cuando en cuando, se crecía arreciando levemente, para luego, mitigada la bravuconada, regresar a su condición inicial.
Me encantan los días de lluvia. Hay ciudades que se tornan aún más bellas los días de lluvia. San Sebastián o Pamplona, por ejemplo. Los edificios cobran un nuevo brillo y color a través de las gotas de agua y se pueden descubrir infinidad de variedades del verde en los jardines mojados. Valencia, sin embargo, no. Cuando llueve, Valencia se convierte en una ciudad gris y apagada. Claro, que en cuanto caen cuatro gotas los valencianos salen a las calles abriendo sus multicolores paraguas en un vano intento de atraer al sol con su luz y color característicos de esta tierra.
Ayer llovió. Me encantan los días de lluvia. Me invade una felicidad primitiva cuando llueve: el olor a tierra mojada, las gotas resbalando por mi cara.... las gentes embozadas como si cayeran témpanos, parapetadas tras unos paraguas que empuñan cual extrañas lanzas de ocho puntas contra los ojos (vengan desde donde vengan, no podrán escapar) de los incautos transeúntes como yo, que caminamos sin paraguas para sentir el agua sobre nuestras cabezas y que tenemos una estatura superior a la media (que nos den, para qué hemos crecido tanto).
En uno de los momentos bravucones de la lluvia, caminaba yo refugiada por el voladizo de los edificios cuando un caballero andante enfiló hacia mí, esgrimiendo su lanza -digo paraguas- y bajando la mirada a falta de visera. Mi primera intención fue la de mantener mi posición cual soldado de infantería. A ver, yo caminaba por la acera de la derecha según la dirección de los coches, es decir, que no podía comprobar si había riesgo de que me atropellaran si no giraba la cabeza, mientras que él sólo tenía que levantar la vista para saberlo, además, yo no llevaba paraguas y él sí, así que, para qué diablos necesitaba él el voladizo... Pero claro, su aspecto amenazador y el extraño apego que yo siento por mis ojos me hizo girar la cabeza y, tras comprobar que no había más peligro que el que venía por delante, me apeé de la acera cediéndole el sitio a tan gentil caballero.
Poco después me detuve en un semáforo. Lamentablemente no era el único peatón, así que me pasé los aproximadamente dos minutos que tardó en cambiar el color esquivando varillas puntiagudas. Es curioso, si charlan, gesticulan también con la mano del paraguas con lo que ese arma letal se mueve sin control y no hay forma humana de saber por dónde te sacará el ojo; y si van solos se dedican a pasar el tiempo que dura el semáforo en rojo haciendo girar el paraguas como si se tratase de una mezcla de bayoneta y metralleta. No hay forma de escapar. Sólo puedes caminar protegiéndote los ojos con las manos y ver el mundo a través del estrecho espacio que abres entre los dedos. Porque no se te ocurra tocar un paraguas para evitar el contacto: cien miradas furiosas se clavarán sobre ti exigiéndote disculpas por tamaño atrevimiento y, claro, cómo no presentarlas, si las miradas van acompañadas de esas curiosas armas...
¡Qué hermosos son los días de lluvia! ¿no?

martes, 8 de junio de 2010

Perdón por ser humana

Estamos en las cavernas. Los lobos, o cualquier otro animal salvaje hambriento, amenazan con entrar a saciar su hambre. Nosotros somos su alimento. Tenemos miedo. Mucho miedo. Vamos a morir. Menos mal que hay entre nosotros un héroe. Un valiente –o temerario, según se vea- que no teme al enemigo. Sale dispuesto a luchar contra él. Le siguen otros héroes, fanáticos o locos que quieren emular al héroe. Ser como él. La lucha es cruenta, encarnizada. Los héroes mueren en las fauces de los animales salvajes mucho más fuertes que ellos, que no tardan en devorarlos. Se olvidan de nosotros. Los cobardes –o prudentes, según se mire- que quedamos en la cueva. Ya no tienen hambre. Nos hemos salvado. Honramos a nuestros muertos y, mientras construimos un refugio mejor para protegernos de los animales, contamos la historia de lo ocurrido a nuestros hijos que escuchan maravillados cómo aquellos valientes llegaron a disfrutar de la mejor de las vidas junto a los dioses de los que descienden. Somos cobardes pero agradecidos. Así que mientras concedemos la inmortalidad (la única que conocemos, la de permanecer en la memoria de los que quedan) a los que se autoinmolaron por la supervivencia de la especie, plantamos la semilla del sacrificio heroico en las frágiles e impresionables mentes de nuestros pequeños, deseando, eso sí, que germine en los hijos de otros.

La humanidad ha crecido. Ya hay distintos grupos, tribus, colonias o pueblos. Ahora el enemigo es otro grupo, tribu, colonia o pueblo. Luchamos por el alimento, el territorio o la posibilidad de vivir mejor. Ah, no, que esto suena muy feo, nos defendemos de los enemigos que son malos malísimos y, por no tener, no tienen ni familia que les llore, y porque si no atacamos, nos atacarán ellos.
Ya tenemos una clase dirigente que son los que envían a nuestros hombres a la guerra (ahora se llama así) mientras ellos se quedan en casa con las mujeres, niños y ancianos (que es a los que nos está permitido ser cobardes). Hemos descubierto el poder de la guerra y lo beneficiosa que es para alguno, qué casualidad que siempre lo es para los que mandan, que cada vez se hacen más ricos, pero apenas importa porque ellos también lloran. Nuestros hombres, decía, acompañan a un héroe en busca de paz (¡qué paradoja!), libertad, poder o riqueza y, sobre todo, en busca de honor y fama…, de inmortalidad. A cambio de aguantar el tipo ante el miedo lógico, les está permitido cometer contra el enemigo, ese malo malísimo que se merece todo lo que le pase porque por no tener, no tiene ni quien le llore, todo tipo de desmanes y tropelías, amén de dejarse llevar por la lujuria y la sed de sangre que parece consustancial a cualquier acto violento de esa calaña. Y claro, los que quedamos en casa y los que lograron regresar vivos seguimos contando a nuestros hijos las hazañas bélicas de aquellos hombres –alguna mujer ha habido, pero nosotras no hemos escrito la Historia- que, aunque jamás fueron buenos hijos, maridos o padres (gajes del oficio heroico), dieron su vida por que la nuestra fuera mejor. Y seguimos sembrando la semilla con el deseo de que germine en los hijos de otros.
Pero los tiempos avanzan y una vez descubiertas las ¿bondades? de la guerra, ¿por qué no usarla con la frecuencia que la economía (la de quienes mandan, claro) requiera? Y mejor aún, ¿qué tal si la planteamos lejos de nuestra casa? Así se benefician, los que mandan, claro, de todas las ventajas pero no sufrimos más inconveniente que el de llorar a los caídos en tan honroso acto de servicio, que, bueno, no deja de ser un daño colateral perfectamente asumible e inevitable.
Así pues, los enemigos malos malísimos que por no tener, no tienen ni quien les llore son aquéllos que piensan, viven o creen distinto a nosotros, los mejores del mundo mundial, los únicos con derecho a vivir tranquilos en el planeta porque tenemos la razón y el conocimiento absoluto (ni qué decir tiene si, además, nos viene por concesión divina). ¡Bueno! Pues no somos nadie, nosotros, los humanos, buscando excusas. Los héroes que jamás fueron buenos hijos, maridos o padres (gajes del oficio heroico) ya no arengan a nuestros hombres para que defiendan el territorio, la vida o la riqueza de quienes mandan, ni siquiera para que busquen la propia inmortalidad, ahora defienden nuestra forma de vida tan civilizada, frente al bárbaro enemigo que pretende imponer modelos de vida arcaicos por los que cayeron nuestros mártires.
Y es que los que mandan, a veces, también cometen desmanes contra nosotros, los de abajo, los que sólo pretendemos vivir una larga y tranquila vida acompañada de nuestros seres queridos, los de nuestro clan. Por eso surgió un subtipo de héroe, el mártir. Aquél que se alza contra el poder establecido y tiránico en busca de justicia y libertad. Pero, claro, estos héroes son molestos. Muy molestos. Y, antes, el poder acababa con ellos bruscamente. Los barría sin darse cuenta de que los convertía en mártires de una causa, con lo que llegaba la segunda fila de combatientes enfervorizados y luego la tercera, y la cuarta… y así hordas y hordas de exaltados con los que, aprendieron, era mejor pactar. O pervertirlos, pero ésa es otra historia.
De manera que, estos mártires cargados de buena voluntad que residen en lugares cómodamente habitables, hoy ponen sus ojos en aquellos lugares, alejados normalmente del centro, donde la injusticia y el hambre campan por sus respetos y la vida es más difícil. Allí suelen molestar menos a los que mandan, sobre todo si dedican sus esfuerzos a mejorar, con su trabajo, la vida de los de allí. Porque si lo que hacen es empuñar palabras escritas o gritadas… la cosa cambia. Vuelven a ser molestos y dejan de ser héroes para pasar a ser activistas (léase peligrosas moscas cojoneras, y perdón por la expresión, susceptibles de ser violentos) y se alinean con los terroristas (héroes venidos a menos por pertenecer al enemigo malo malísimo que por no tener no tiene ni quien le llore) y entonces los que mandan se ven en la obligación de decidir si los convierten en mártires con todo lo que eso conlleva o los pervierten (que mira que es difícil en ocasiones) porque lo de pactar con ellos es lento, lentísimo y no está el mundo para aguantar molestos moscardones. Aunque si quien manda es el que manda en este mundo mundial no hay tal disyuntiva, se opta por barrerlos y listo, porque ¿quién es el guapo que se enfrenta a la decisión del supermandamás por muy bárbara que ésta sea? Nadie que tema perder su silla, su estatus, su clan…, en definitiva, ninguno de los cobardes que quedamos en este mundo, porque hoy el lobo no sacia nunca su hambre y ¿quién quiere ser el próximo en convertirse en su alimento?
Hace tiempo que se dejaron de contar historias de héroes, se dejó de sembrar la semilla y hoy, hay carestía de héroes y superpoblación de lobos… y de cobardes.
Por eso, yo, que soy una de esas cobardes de rancia estirpe, aprendí de mis mayores (que fueron todos buenos hijos, cónyuges y padres, por eso estoy aquí) a mirar hacia otro lado cuando se trata de buscar héroes para así salvar la propia vida o la de la progenie. Y, aunque no me caso con nadie, agradezco la existencia de héroes, contaré al gran público las hazañas de aquéllos que dieron su vida por llevar alimentos, esperanza o altavoces a los desfavorecidos, pero, en privado, transmitiré mi herencia de mirar hacia otro lado para preservar mi especie. Sin embargo, prometo que si alguna vez caigo, cual torpe Goliat, intentaré medir bien mi caída para que mi último aliento no apeste al hábil David, ni un mechón de mis enmarañados cabellos ose herir su pseudodivina piel, porque no hay nada de peor gusto que morir traicionando la buena fe de tu verdugo.

miércoles, 2 de junio de 2010

Cuando tener un hijo no es tan fácil

Ahora que estamos a la espera de que llegue nuestro segundo hijo -o hija, hagamos caso por un momento a la moda y dejemos de lado la economía del lenguaje que, como todas las economías, está de capa caída-, alguien me ha recordado lo que escribí cuando supe quién era mi hijo, el primero.
A veces tener un hijo no es fácil. A veces las cosas se complican. A veces cuidar a un hijo no es fácil. A veces la vida se complica. Y una criatura llega a un mundo hostil. Y unos adultos jamás lograrán ser padres si no es gracias al dolor de esa criatura y de otros adultos que tuvieron que enfrentarse al dolor de abandonarle en el duro camino que seguían sus vidas. Extraña situación ésta que parte del dolor para llegar a cumplir un deseo. Paradójica alegría que hunde sus raíces en el dolor ajeno, principalmente en el dolor de aquel inocente a quien se pretende hacer también feliz, a quien se pretende resarcir del dolor de no entender nada, del dolor del abandono...
Por eso, porque le debo a mi hijo la felicidad de ser madre, porque me duele el alma saber que para que haya sido posible mi felicidad, él ha sufrido lo indecible, porque esta vida, a veces, es endiabladamente complicada pero siempre acabamos saliendo de todo, porque todos merecemos ser felices sea a la primera, a la segunda, a la tercera o cuando puñetas sea, porque cuando logramos ser felices nos olvidamos de cuánto nos ha costado, porque al fin y al cabo esto es vivir y lo demás son cuentos... por todo eso, voy a colgar aquí lo que escribí entonces:

Nos han llamado. Hay un niño esperándonos, pero tiene un “pero”. Alegría contenida. Gajes de las necesidades especiales, supongo. Uno desearía poder ser feliz, pero le vence el temor a no ser capaz de asumir ese “pero”. Ansiedad por descubrir de qué se trata. Todos los sentimientos se quedan retenidos, salvo los nervios que bamban a sus anchas.

Por fin llega el día en que te cuentan en qué consiste ese “pero”. A simple vista no parece grave, pero uno desconoce el significado del nombre de la enfermedad que tiene la criatura. Uno pregunta, busca información. Jarro de agua helada. No es algo banal, es muy serio y hay muchos grados. Hay que saber dónde se ubica exactamente la criatura. Podemos estar hablando de algo invalidante. Entonces uno llora, llora amargamente. Llora por la criatura y llora por no poder ser el padre o la madre que el niño necesita, por tener que reconocer que le supera, que no está preparado. Es un dolor profundo, sordo, insoportable... Uno no quiere escuchar y sin embargo tiene que prepararse para lo peor. Uno llora porque no quiere verse en la situación de tener que decir que es incapaz y teme no saberlo decir y hacer desgraciado a un pequeño que se merece lo mejor. Uno no puede parar de llorar porque el mundo se le ha caído encima.

Luego uno se levanta y empieza a buscar información concreta sobre el niño, al que no quiere llamar hijo para que su corazón no se haga más añicos de lo que ya está pero al que siente como tal. Y remueve cielo y tierra en su busca. Por fin la encuentra. Los peores presagios, gracias a Dios, no se han cumplido. La enfermedad es grave, pero el niño la padece en el grado más leve. Uno respira por primera vez en tres días. Ahora hay que plantearse muchas cosas. Uno tiene que plantearse si será el padre o la madre idóneo, si será capaz de proporcionarle herramientas a su hijo para que su enfermedad no sea un obstáculo insalvable. Uno tiene que enfrentarse a sus miedos, incluso a aquéllos inconfesables, y uno tiene que vencer. Además hay que replantearse las expectativas sobre los hijos y uno tiene que aprender en cuestión de horas la lección de vida más difícil, aunque parezca una perogrullada: los hijos no son la extensión de uno, son seres independientes y puede que uno quiera que jueguen con otros niños y puede que el niño no pueda jugar, pero puede que, aunque pudiera, no quisiera, así que qué más da, a qué plantearse esas cosas si no hay respuesta para ellas. Uno tiene que aprender que el hijo le dará alegrías, y más alegrías cuantas menos expectativas estén puestas sobre él. Y de repente uno se da cuenta de que ya ama a ese hijo y que sus miedos son los mismos que los de cualquier otro padre o madre, así que uno se da cuenta de que ya ha decidido y que ahora le queda aprender a vivir sin que sus miedos afecten a su hijo.

Entonces uno siente en su corazón cuánto le debe a una criatura a la que aún no conoce y desea verla y tenerla en sus brazos y se siente profundamente agradecido porque la vida le haya permitido ser el padre o la madre de ese ser tan maravilloso.

Deseo con todo mi corazón que llegue mañana y pueda por fin, ver su cara, tenerlo junto a mí, junto a nosotros.


El mañana llegó y escuché lo más hermoso que alguien puede escuchar: la voz de mi hijo diciendo "Han venido a verme mis papás". Y desde entonces, cada mañana doy gracias al cielo por el regalo tan hermoso y doy gracias a mi hijo por la lección de vida.

martes, 18 de mayo de 2010

A falta de pan..., mucho circo.

Si usted percibe que ya le está llegando el agua al cuello, relájese, imagine que se trata de un fabuloso jacuzzi en un ambiente de lujo y disfrute de sus últimos momentos. Eso sí, por favor, tenga la decencia de ahogarse en silencio no vaya a molestar a otros apacibles soñadores en vías de ahogamiento y nos los soliviante.
¿De qué otra manera puede entenderse el mensaje que nos transmiten las televisiones? Con la que está cayendo -y la que nos caerá- y una enciende la tele por la noche y sólo logra ver programas de ¿famosos? y no tan ¿famosos? pasando ¿penurias? voluntarias en la costa de no sé dónde; ¿famosos? contando sus vidas -y las ajenas- a cambio de un suculento "puñao de parné"; gente paseando y/o viviendo fantásticamente en lugares exóticos -o no-; gente que nos enseña su maravillosa mansión para que podamos arañar el suelo con los dientes (bueno, quizá sea la profesión del futuro: no acuchille su parqué a la antigua usanza, invite a su casa a uno de los miles de pobres del país y se lo acuchillará gratis); señoras cuya única tarea en la vida es preocuparse de sus cuerpos (así cualquiera está espléndida) y gastarse el dinero a espuertas...
Claro que no es que pretenda que nos hablen a todas horas de la crisis, pero entre eso y mostrarnos constantemente imágenes de gente a la que la crisis sólo les toca de oídas, hay todo un amplio abanico de posibilidades. Entre otras cosas porque es cierto que soñar es gratis, pero a la mayoría de los mortales nos toca ganarnos el pan con el sudor de la frente y ya va siendo hora de que lo volvamos a asumir.
Aunque, visto de otro modo, podemos intuir que la crisis llega también a las televisiones. Y es que debe ser más barato enviar a un reportero y una cámara a una casa o, incluso, a otro país que pagar los derechos de un buen programa. Y debe ser más barato pagar a los pseudofamosos que contratar a actores, actrices, guionistas, directores, etc para hacer una buena serie televisiva. Pero se echa de menos una buena programación.
Y fíjense que no pido programas culturales. ¡Dios me libre! Yo también, como mujer y madre trabajadora, llega la noche, y en el remanso de paz que se convierte mi hogar sólo deseo alienarme y... dormir.
Aunque llega la mañana, con sus ajetreos y su realidad y pienso: "¡Contra! Si es normal que haya tanta crisis con tanto nuevo rico bambando a sus anchas, lógico que los viejos ricos quisieran acabar con la competencia. Pero es que entre unos y otros y los que se supone que mandan es demasiado peso para las pobres espaldas de los que estamos abajo".
Y así, entre trabajo y trabajo, vuelve de nuevo la noche y, con ella, la súplica a quien corresponda de menos circo y más valores para poder ganarnos el pan.

jueves, 6 de mayo de 2010

A propósito del velo islámico

De vez en cuando surge una noticia en la que una mujer -o adolescente- musulmana tiene algún problema por llevar -y empecinarse en llevar- un pañuelo cubriéndole la cabeza. Y cada vez, se alzan multitud de voces en contra del pañuelo y a favor de dejar que cada quien haga lo que desee con su atuendo.
¿Y si lo planteamos de otra manera?
En algunas culturas, no sé si en todas, pero sí que también en la nuestra la llamada civilización occidental, el cabello (sobre todo el femenino) es un símbolo erótico. Igual lo hemos olvidado, pero lo es.
Recordemos, por ejemplo, lo que significa "desmelenarse": perder la timidez y lanzarse a hablar o actuar de forma decidida, sin tabúes. Pero si decimos que es una mujer la que se ha desmelenado o la que se ha soltado el pelo, ¿no adquiere un matiz más sexual el tema? Viene de antiguo. Cuando leemos en algún texto medieval que una mujer se ha despeinado o soltado la trenza, es seguro que regresa del encuentro con el amado; si está peinándose, indica que está esperando el encuentro o que está receptiva a cualquier encuentro; y si regresa "en cabellos", es decir, despeinada, es que, probablemente, el encuentro no ha sido voluntario por su parte. Me viene a la cabeza ahora mismo la escena de la Afrenta de Corpes, cuando encuentran a las hijas del Cid tras la afrenta y las encuentran "en cabellos".
Quizá por eso, las novias llevan velo -ahora no siempre, claro, los tiempos cambian-, para ocultar otro de sus atributos femeninos sensuales; o las mujeres para ir a ceremonias, se recogen -o recogían- el pelo, para no dar la impresión de ir "buscando guerra".
Pienso en la enorme cantidad de canciones que, aún hoy, usan el pelo femenino como símbolo erótico. Así, que recuerde rápidamente, la de "Suéltate el pelo" de Hombres G (que por si nos habíamos olvidado de lo que significa pedirle a una mujer que se suelte el pelo, añaden "...y el sujetador") o la de La oreja de Van Gogh "Tu pelo" o "El listón de mi pelo" de Julieta Venegas.
Que el cabello de las mujeres tenía -y tiene- una carga simbólica potente lo encontramos en que como prueba pública de su dominación y para mayor humillación, también aquí, después de violarlas se les rapaba la cabeza.
Y sabiendo todo esto, sólo hay que recordar que tampoco hace mucho, aquí, las mujeres también llevaban el pelo oculto por un pañuelo (todavía hoy podemos ver algunas ancianas llevar un pañuelo en la cabeza), después sólo lo llevaban para entrar en las iglesias y luego, nada. Aprendimos todos, hombres y mujeres, que no pasa nada si se lleva el pelo al descubierto, incluso si se lleva suelto.
Así pues, ¿qué problema hay en que alguien, voluntariamente, oculte su cabello de miradas ajenas como otras ocultamos nuestros pechos?