martes, 27 de julio de 2010

Con mis mejores deseos.

Estaba sentada frente a mí, preguntando, escuchando, como siempre. Hacía años que no nos veíamos pero el tiempo no pasa para nosotras, para el cariño que nos tenemos. Nos estábamos poniendo al día. Yo la miraba. Un atisbo de emoción contenida se vislumbraba a través de sus manos que a duras penas se mantenían quietas apretando el vaso de refresco, o a través de una leve sonrisa que, de cuando en cuando, lograba escapar de entre sus labios. Si algo la definió desde siempre fue la mesura, la templanza. Algo oculta.
Sus ojos, como siempre, chispeantes, pícaros, inteligentes, sonreían lo que no le permitía a su boca. Siempre fue así. Su mirada lo decía todo, incluso aquello que ella prefería que permaneciese oculto: una preocupación, una tristeza, un desengaño, el dolor...
Es curiosa esta vida que se empeña en poner a prueba el aguante de los mejores, su capacidad de sufrir y reponerse al sufrimiento sin perder ni un ápice de su esencia. Demasiado dolor para alguien tan joven, demasiada vida para haber sido vivida en tan poco tiempo, y, sin embargo, sólo quien la conoce desde siempre puede decir que allá, en el fondo de esos ojos que siempre sonríen, se aprecia un punto de madurez no serena sino amarga, el resto únicamente puede ver la placidez de quien ha vivido intensamente extrayendo todo el jugo a cada experiencia, rumiándola hasta convertirla en puro saber.
La conocí hace casi dieciocho años. ¡Una mayoría de edad! Entonces ella tenía once años recién cumplidos (yo catorce más) y ya era así: madura, inteligente, mesurada, divertida, conciliadora, simpática y alegre hasta la médula... La conocí cuando ella apenas era una adolescente, casi una niña, y sin embargo estábamos hablando con la naturalidad de dos mujeres adultas, de dos amigas.
Vino a decirme que se casaba. ¿Tan pronto? ¡Ah, no! Ha pasado mucho tiempo... Es lo que tiene no haberla tratado jamás como a una cría, una pierde la noción del tiempo. Se casa. Y es feliz. Suspiro. Soy feliz. La miro. Sí, es feliz. Sonrío. ¡Por fin mi niña logra ser feliz! Le miro a él. La ama, es evidente. Bien. Sonrío. Tampoco yo soy propensa a las manifestaciones grandilocuentes de los sentimientos. Ella lo sabe. Aún así me maldigo por ello. Quisiera poder expresarle cuánto me alegra verla feliz, saber que se casa. Sonrío de nuevo. Ella lo sabe. Nos miramos. Sobran las palabras.La semana pasada fue su cumpleaños. Quiero regalarle mis palabras y, con ellas, mi deseo de que encadene tantos momentos de felicidad como para que al final de la vida, cuando aparezca el enanito cabrón cuya misión es preguntarle si volvería a vivir su vida una y mil veces más, exactamente igual a como la ha vivido esta vez, pueda decir con sus ojos vivarachos y la sonrisa colgada de las orejas que: POR SUPUESTO QUE SÍ.
Enhorabuena, Julia, corazón. Que seáis muy felices.

2 comentarios:

  1. ¡Este es el mejor regalo que podías hacerme, Mamá Pata! Nunca te hicieron falta las "manifestaciones grandilocuentes de los sentimientos" porque tampoco tú has podido ocultarlos nunca, al menos no conmigo. Y sin embargo, siempre has tenido este don, la capacidad de juntar con genialidad unas cuantas palabras y hacerme reír, o llorar, como esta vez, de emoción. Porque es muy conmovedor que alguien a quien quieres, y a quien siempre has admirado, piense de tí cosas tan bonitas como las que has escrito en este blog del que me declaro fan absoluta, como de todo lo que hagas. Aunque tienes razón, con aquella mirada bastaba. Porque tú también sabes lo que significa que la vida te ponga a prueba, y porque ahora, como yo, eres feliz, y no puedes ocultarlo, ni quieres. ¡Ya nos tocaba! Espero compartir contigo y con nuestras familias todos esos momentos de felicidad que seguro nos esperan para que sean eternos cuando aparezca ese enanito cabrón... Un beso muy fuerte, y muchas gracias Mamá Pata

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