domingo, 21 de agosto de 2016

ESCENA TERCERA O DE CÓMO DONDE HAY PÍCAROS TAMBIÉN HAY QUIJOTES

      Yo tengo un gran amigo. Grande de tamaño (y menos mal que lo es, porque de no serlo, se habría quedado en nada tras entablar esta encarnizada lucha contra la enfermedad y su remedio) y grande en ternura, sabiduría y corazón. Se llama Vicent, san Vicent en mi casa.
       Vicent y yo nos conocimos gracias al Romancero y nuestros caminos han seguido sus versos antiguos pero recién transmitidos. Podría contar muchas cosas de él: lo bien que canta y que cuenta, todo lo que sabe, cómo encandila a niños y adultos con su música, cómo sabe encontrar el instrumento musical que vive en cualquier objeto… Podría hablar de su dulzura al hablar, de sus grandes manos que hipnotizan al que escucha, de sus barbas y su pelo que, a pesar de sus intentos, no logran asustar a los niños porque su sonrisa le da un aspecto bonachón. Pero voy a contar cómo Vicent llegó a convertirse en san Vicent porque es quizá el único momento de nuestra historia que yo no he vivido directamente y, no obstante, me parece el más tierno.
      Era el curso 2009/10. Mi hijo mayor tenía cinco años y cursaba tercero de infantil y a su colegio iban a ir a Trencaclosques o Rodamons, como queramos llamar al grupo en el que canta y cuenta Vicent. Nosotros en casa les llamábamos Trencaclosques, porque así los conocí. En ese momento el grupo lo componían, Eva, Laura, Teresa y Vicent. Lo supimos por ellos antes que por el colegio y se lo dijimos al chiquillo, que ya los conocía y que sentía un cariño muy especial, sobre todo hacia Vicent.
      El día de la actuación mi hijo estaba muy ilusionado y nervioso. Así que, según me contó su profesor, entró en clase diciendo que ese día iba a ir al colegio san Vicent. El tutor no sabía cómo explicarle a un niño de cinco años que era harto improbable que san Vicent (Ferrer o mártir, porque en Valencia son los primeros en venirnos a la cabeza) fuera a acudir a ningún sitio porque todos los santos que él conocía estaban muertos pero sin utilizar esa maldita palabra no fuera a ser que lo traumatizase. Lo intentó con todas las sutilezas posibles pero sólo lograba que el niño se empecinase más y más en que ese día iba a ir al colegio san Vicent porque su madre se lo había dicho. Me imagino las ganas que debía tener el profesor de pillarme por banda para sugerirme que dejase de contarle al niño historias de mitología y hagiografía que luego el niño andaba creyéndose la versión masculina de Bernadette.
      Por la tarde, de repente, se abrió la puerta del aula y apareció un hombretón de largas melena y barba, seguido por tres chicas más jóvenes. Un niño brincó de su asiento y, todo su rostro, una sonrisa, agitó los brazos mientras gritaba:
      -¡San Vicent!
      El hombretón se giró hacia el niño, sonrió y abrió los brazos mientras decía:
      -¡San Amic!
      Esa fue la contraseña que necesitaba el niño para correr hacia a él y fundirse en un abrazo.
      Desde entonces, Vicent está en los altares sin la intervención papal.
      Que haya gente como Laura, Teresa y san Vicent me reconcilia con este país en el que junto a los pícaros, conviven los quijotes como Trencaclosques dispuestos a pelear para mantener vivo aquello que nos ha hecho ser quienes somos y estar donde estamos.
      Gracias por ser y por estar i un bes molt gran per a tu, san Vicent.

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