martes, 18 de agosto de 2015

DULCES VACACIONES

      Me encantan las vacaciones. Sobre todo las de verano. Me traen recuerdos de adolescencia. Cuando no tenía nada más que hacer que vivir, que no es poco. Igual que entonces, me paso el año deseando que lleguen. Ansiando ese momento en que desconectar del mundo e irme con mi familia donde nadie nos pueda encontrar.
      Este año parecía que nunca iban a llegar las vacaciones. Ha sido un año tan tremendo que no veía el fin. El mes de julio se ha hecho eterno, creía que no iba a acabar nunca y durante la última semana, mis fuerzas estaban tan menguadas que casi me arrastraba por los días. Pero por fin llegó el día 31. ¡Y estaba viva! Preparé las maletas llenas de ilusión, ropa de verano y porsiacasos. El día 3 de agosto, nos levantamos los cuatro pronto y con ganas de viajar adonde la vida nos llevara.
      No me gusta mucho programar las vacaciones. Lo justo para tener un lugar donde dormir (fundamental cuando viajas con niños) y tres destinos: uno cultural, otro gastronómico y otro donde comprar recuerdos. El resto, lo dejo al azar, que ahora suele incluir parques y cualquier medio acuático. Este año con mayor motivo porque necesitábamos como nunca un lugar en el que perdernos.
      Cargamos las maletas en el coche e iniciamos ruta. Treinta minutos después, comenzaron los “¿Cuándo llegamos?” y los “¿Falta mucho?” Pero aún teníamos todo el optimismo a flor de piel y lo zanjamos con un seco y tajante “Seis horas, controla el reloj tú mismo”.
      Empezamos a admirar el paisaje y a comentar cada cosa que nos encontrábamos. Sí, puede que seamos unos padres cargantes, pero si vemos molinos de viento, ¿por qué no hablar de la energía eólica? Si cruzamos un río, ¿por qué no decir dónde nace y desemboca? Si cambiamos de comunidad autónoma, ¿por qué no repasar las comunidades autónomas y  sus provincias y, de paso, anticipar si nos encontraremos o no con el mar? Y eso vimos: molinos de viento a babor. Los anunciamos con entusiasmo porque pasábamos muy cerca y se podía admirar su tamaño. Primer enfado de la mañana. A babor se sienta el pequeño y no soporta que su hermano mire por SU ventanilla. Discuten, se enfadan, se insultan… Tema zanjado con un “¡Se acabó!” contundente.
      Se acabó aparentemente, porque la guerra fría continuaba por lo bajinis y como toda guerra fría, volvió a calentarse y salir a la superficie hasta en tres ocasiones más antes de parar a almorzar, en otras dos durante el almuerzo y cuatro más en el trayecto hasta la siguiente parada a comer.
      Ahora era el mayor quien se quejaba de haber oído 40 veces la misma canción. Falso. La verdad es que había sonado 43 veces en las últimas dos horas y no parecía que el pequeño fuera a aborrecerla.
      Parada a comer en el lugar previsto, a la hora prevista. ¡Bien, somos unos hachas! Buscamos un sitio para comer con dos energumenitos odiándose y amándose a partes iguales. Los separas para que no discutan, se buscan porque se quieren con locura y no pueden vivir sin el otro. Les dejas que estén juntos, craso error, acabarán con tus nervios. Empezando a perder la paciencia, que traíamos bastante mermada, nos adentramos en el primer lugar que encontramos, sin atender a las señales. Error. Comimos unos bocatas bastante vulgares rodeados de moscas y con nuestros dos urbanitas gritando y huyendo despavoridos cada vez que una de ellas se posaba cerca de nosotros.
      Volvimos al coche con la esperanza de que se durmieran. Pero no. Escuchamos treinta y dos veces más la misma canción alternándola, esta vez, con la preferida del mayor tras una dura negociación con el pequeño. Señalamos los sucesivos cambios de paisaje, los cursos de los ríos, las poblaciones que atravesábamos y los cambios en la toponimia. Todo ello salpicado de amores fugaces y odios intempestivos. Llegué a la cabaña con la luz que indicaba que la paciencia estaba en reservas parpadeando en señal de urgencia y la garganta tocada por culpa de tres gritos a contratiempo (no consigo ser una madre sin gritos por más que me empeño, siempre acabo cayendo y luego me autofustigo mientras me duele la garganta).
      El sitio chulísimo, se respiraba paz y soledad, justo lo que necesitábamos. Bueno, lo necesitábamos mi marido y yo que estábamos agotados, porque los nanos tienen una extraña forma de manifestar su cansancio y es que cuando más cansados están, más activos se vuelven, de manera que entran en un círculo vicioso de pesadez suprema en el que uno lamenta no poder suministrar algún tipo de anestesia para que duerman de una puñetera vez.
      Exploramos el terreno, jugamos con la pelota y, gracias a que la comida había sido más bien escasa, pudimos convencerles de que había que encontrar una tienda para comprar el desayuno y un lugar en el que cenar. Llegamos al pueblo y, antes de entrar a la tienda, pagamos el peaje de la merienda en el bar del pueblo. No volvimos. Dos vasos de leche, cuatro madalenas, un café y un cortado costaron lo mismo que la comida del mediodía. Eso sí, también la compartimos con las moscas y los gritos de pánico.
      Cambiamos, pues, de pueblo para cenar. No servían cenas en ninguno de ellos si no era por encargo, y claro, las siete de la tarde ya no se considera hora de recibir encargos. Íbamos mejorando: un plato de jamón serrano (que imaginamos que estaría bueno porque el mayor lo devoró antes de que lo llegáramos a ver), uno de chorizo (que olía muy bien pero ignoramos cómo sabía porque el pequeño se hizo con él y lo defendía como a “su tesoro”) y un plato de queso con dos cañas y un agua acabaron con el presupuesto para comidas de dos días y encima ni nos sació el hambre canina que llevábamos, ni siquiera lo comimos a gusto, porque también lo compartimos con las moscas.
      El segundo día lo dedicamos al turismo cultural para quitárnoslo de encima antes de que los niños cogieran definitivamente el poder sobre las vacaciones. Un aperitivo en una plaza peatonal en la que pudieran correr, un poco de caminata en busca del muro perdido, un enfado porque nos negamos a comprar un juguete tan frágil como caro, otro porque nos negamos a llevar en brazos a nadie durante el paseo, una visita a una cerca que resultó de lo más gratificante porque se acercó un burrito y acabó con los enfados gracias a que comía cuanta hierba arrancaban los dos hermanos que, ahora sí, se amaban con locura. Algo de coche con las dos consabidas canciones que jamás lograré que se borren de mi cabeza, me invaden hasta los sueños. Comida algo cutre pero de cuchara junto a las consabidas moscas que estaban logrando ruralizar a mis urbanitas que empezaban a acostumbrarse a ellas. Paseo por la ciudad en busca de helados para postre mientras los críos jugaban a pillar, a correr o a saltar y cómo no, seguían enfadándose o queriéndose a cada poco. Más coche y visita muy recomendable a un monasterio. Regreso a la cabaña y cena allí, que ya habíamos aprendido la lección.
      Tercer día, visita a la capital y día de niños. Los padres sólo queríamos una leve visita gastronómica. Mañana en un parque junto al Ebro. No logré que el pequeño quisiera saber cómo es un rio. Harto de no poder ver ninguno desde SU ventanilla, les ha declarado su más profundo desprecio. Se niega en rotundo a mirar alguno. Simplemente, no le interesan. Eso sí, los maniquíes que señalan en la carretera la presencia de obras, son de lo más interesante. No se perdió ni uno e imitaba su cadencia cada vez que se cruzaba con un coche, con el consiguiente peligro de quedarse sin brazo, la bronca y su enfado monumental porque, encima de que los coches no le hacen caso, sus padres le riñen y no le dejan plantarse en medio de la carretera a mover el brazo como los señores-muñeco.
      Tras la mañana en el parque, nos tocaba el vermú a los padres. El placer de un pincho y una cerveza fresquita, una conversación intrascendente y plácida, la paz… Y la cara de mosqueo del mayor porque su hermano yoquésequé, la interrupción, convertida en costumbre, para atender a una emergencia del pequeño, los ojos estrábicos perdidos por seguir a cada uno que, en su fase de no te soporto, han emprendido direcciones opuestas, en fin, un "come rápido y nos vamos que molestamos".
      Por la tarde, la película prometida en el cine. Todo parecía ir de lujo, sentados juntos y sin discutir, sin que el pequeño saliera huyendo ni el mayor le agobiara contándole la siguiente escena un segundo antes de alcanzarla. La película, muy bonita, la verdad. Venció al sueño de la siesta, no digo más. Eso sí, fue encender las luces de la sala, y el pequeño explotar con toda la emoción contenida y su imperiosa necesidad de movimiento retenida durante la hora y media de película y, cómo no, en su explosión chocó con su hermano, quien se rebotó, y comenzó una pelea entre butacas que acabó con cuatro castigados en la cabaña sin más fiestas.
      El cuarto día transcurrió entre parques y pantano, todo cerca de la cabaña. Importante reseñar que el pequeño seguía con su desprecio más absoluto hacia los ríos, que descubrió un cadáver de avispa flotando en la orilla del pantano, razón por la cual tuvimos que emigrar a la otra orilla del embarcadero, que aprendió a girar colgando de unas anillas y que el mayor se enfadó con nosotros, los padres, porque no podía imitarlo, con lo que se negó a caminar y el pequeño, también, por solidaridad. ¡Ah! Se me olvidaba lo más importante, fue el único día en el que comimos muy bien. Buena comida y muy bien cocinada, raciones abundantes (quizá demasiado), sin moscas a la vista… Eso sí, justo al terminar el postre, el pequeño se me acercó y… me vomitó encima todo el plato de natillas que se acababa de comer.
      El quinto día fue algo más apacible. Se auguraba el final. Anduvimos de visita turística y ningún incidente ni disputa mencionable entre ellos. Todo amor y cordialidad. De hecho el único enfado fue con nosotros que vaya usted a saber por qué se enfadó el mayor, y, como el pequeño seguía solidario, nos abandonaron en mitad de la calle. Caminaban solos, de la mano, deteniéndose y escondiéndose si descubrían el escondite desde el que espiábamos su deambular. Hasta que una estatua les devolvió a la normalidad y se dedicaron a jugar a que les limpiara la estatua los zapatos en vez de jugar a Hansel y Grettel.
      El día de regreso amaneció frío y lluvioso, pero fue tranquilo. El pequeño mantuvo, durante media hora, despóticamente, al mayor, acariciándole el brazo para estar tranquilo porque, para no dormirme, yo había tenido la osadía de poner otro disco y otras canciones que no eran las suyas.
      La siguiente semana de vacaciones transcurrió entre piscina y apartamento. Poco a poco recargábamos fuerzas y nos acostumbrábamos a la convivencia durante veinticuatro horas. Ya no lamentábamos no habérnoslos comido cada vez que tuvimos la oportunidad. Y, de repente, en el mejor momento, amaneció el 17 de agosto y empezamos a trabajar. Y aquí estamos, echándolos de menos y mirando el reloj a cada poco para volver a casa, a los enfados, a los gritos y a la ardua tarea de educar.
      Ésa es la trampa. Uno se queda con ganas de más y comienza a desear que lleguen las vacaciones del año siguiente para poder descansar y disfrutar de los hijos. Para tener unas dulces vacaciones.

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