La intención de seguir siendo sólo amigos se diluyó como una
gota de lluvia en un vaso de agua. Era la tercera vez que se hacían la promesa
y la tercera que la rompían porque sus labios iban por libre y se negaban a
seguir la disciplina de abstinencia impuesta por sus cerebros. Nada había
conseguido someter a ese par de rebeldes que, cada vez que el azar los juntaba,
corrían a unirse y arrastraban con su pasión, primero a las lenguas, después a
las manos y, finalmente, al resto de sus cuerpos hasta convencer a la razón de
que lo razonable era dejarse llevar.
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