jueves, 31 de agosto de 2023

UN CABALLERO ANDANTE EN EL SIGLO XXI

 Ayer mi hijo mayor llegó a casa muy enfadado. Su cara animaba a huir lo más lejos posible de él. Lo vimos encerrarse en su habitación jurando en arameo y lo dejamos rumiar lo que fuera que hubiera perturbado su débil paz espiritual.

Hoy, después de una tarde con su noche de pertinaz silencio y cara enfurruñada, ha amanecido calmado (tampoco hay que confiarse porque esos momentos de calmachicha hay que disfrutarlos sabiendo que son fugaces) y, sin que le preguntáramos nada sobre lo ocurrido ayer (¡Dios nos libre de tamaño atrevimiento!), ha comenzado a relatarnos.

Por lo visto, salió del gimnasio al que se ha apuntado con otros colegas —bros, mamá, que pareces boomer—, para convertirse en “hombre-peonza” —mamá es lo que se lleva, y no me mires así, en plan, ya sabes, es que tú no te enteras—. Bueno, pues mi hijo salió del gimnasio al que se ha apuntado con otros bros para convertirse en un hombre peonza to guapo cuando el sol estaba en su máximo esplendor achicharrando a cuantos seres vivos osaran desafiarle saliendo insolentes a la intemperie. Y entonces la vio y no pudo evitar detenerse para ofrecerle su ayuda a pesar de que se trataba de una terrible y gigantesca libélula de cinco centímetros tumbada boca arriba cerca de una pared mientras aleteaba pidiendo auxilio.

Mi hijo pensó que, víctima de la furia de Helios, habría sufrido algún desvanecimiento cayendo al suelo con tan mala fortuna que había quedado panza arriba y no podía reemprender el vuelo. Así que este descendiente directo de Alonso Quijano se dispuso a prestar ayuda a esa dama en apuros. Obviamente, dados el tamaño y la fiereza de su Dulcinea, tomó sus precauciones y se acercó con cuidado. Sin embargo ella aleteó con gran violencia mientras volteaba su cabeza hacia él desafiándolo. 

Nuestro caballero andante no se amilanó demasiado e intentó calmarla explicándole suavemente que solo pretendía ayudarla. Pero ella seguía atacándole colérica impidiendo que se acercara. 

Mi hijo, decidido a ayudarla lo quisiera ella o no porque su vida —la de ella— dependía de su ayuda —la de él—, se armó con un palo y, pertrechado de tal guisa, regresó de nuevo a la carga. Acercó el palo a la libélula en apuros para empujarla con él hasta lograr que apoyara las larguísimas patas en el suelo. Imposible. Ella no dejaba de aletear a una velocidad pasmosa mientras giraba la cabeza cual niña del exorcista y pataleaba amenazando con romper los huesos de ese humano con palo incapaz de dejarla morir en paz ¡maldita sea! que ya ni eso la dejan a una. 

En esas estaban cuando apareció un Sancho Panza que, observando la escena, se acercó a preguntar qué ocurría. Mi hijo, educado como él solo, le explicó con todo lujo de detalles:

—Esta pobre libélula se habrá mareado por el sol y el calor, no debe haber visto la pared, debe haber chocado con ella, se ha caído y está agonizando patas arriba. Yo estoy intentando ayudarla a ponerse al derecho para que pueda volver a volar, pero no se deja.

El hombre, atribulado, siguió su camino sin decir nada. Ignoro si fue porque no encontró palabras o porque andaba ocupado buscando las cámaras ocultas.

Mi hijo lo vio marcharse y persistió en su misión salvadora durante un rato más hasta que se rindió ante el empeño obcecado de la libélula en perecer y, muy enfadado por tamaña descortesía de la dama, decidió abandonarla a su suerte no sin antes hacerle saber lo enfadado que estaba por su testarudez. 


martes, 22 de agosto de 2023

LA CAJA DE LA NADA

 Hace mucho tiempo que no cuento alguna escena veraniega que me niego a que caiga en el olvido y es que hace mucho que no sentía la chispa. Pero hoy, de repente, ha saltado ante mis ojos. Ha sido justo después de  desayunar. Aún estábamos en la mesa intentando coger fuerzas para hacer NADA durante uno de esos maravillosos días veraniegos en los que uno se dedica a vivir como en los paraísos de los cuentos. Pues allí estábamos cuando se nos ha ocurrido la “maravillosa” idea de intentar que nuestro hijo de 13 años entrara en la masculina “caja de la nada” como un rito iniciático como cualquier otro.

Él, muy aplicado, obedecía a su padre y cerraba los ojos para introducirse el esa “habitación blanca” que le indicaba su progenitor y en la que no hay nada. Durante dos segundos, su cara beatífica parecía entrar en el habitáculo, guiado por la voz paterna que le conduciría al mundo de los hombres. Sin embargo, de repente, abre los ojos y pregunta:

—¿Puede haber un árbol en la caja de la nada?

—No, no hay nada.

—¡Uy! Pues yo lo veo.

—No puedes verlo porque no hay nada.

—Vale, vuelvo a meterme… ¿Y unas nubes blancas? —sonríe beatíficamente.

—No, no hay nada. Inténtalo de nuevo.

—Vale —cierra por tercera vez los ojos y los vuelve a abrir inmediatamente—. Es que veo el árbol.

—No puedes ver nada porque no hay NADA.

El adolescente vuelve a sonreír pidiendo disculpas y se aplica más en la tarea. 

—Vale, ya estoy dentro otra vez y estoy talando el árbol con una motosierra. 

—Imposible porque no hay nada—responde por enésima vez el padre con la paciencia de Job—. Concéntrate.

—¡Ya no hay árbol! —exclama feliz con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Muy bien! —exclama el padre.

—Pero hay una flor.