lunes, 31 de julio de 2017

Primera medalla de oro olímpica en el atletismo español

      Hoy he leído este artículo:
      https://elpais.com/deportes/2017/07/30/actualidad/1501434247_635178.html?id_externo_rsoc=FB_CC

      Yo recuerdo perfectamente dónde estaba aquella tarde del 31 de julio de 1992. Estaba en mi piso recién alquilado. En un comedor lleno de cajas porque aún no habían llegado los muebles que había comprado. Sobre una de las cajas, el televisor, yo, frente a él, sentada en una de las incómodas sillas que había conseguido hasta que llegaran las mías.
      Conocía a los tres atletas que participaban en los 20km Marcha, pero reconozco que tenía mi favorito.
      Dani y yo éramos amigos, aún lo somos, en la distancia, porque la nuestra es una relación en la que, aunque pasen años sin vernos ni hablarnos, nos vemos y es como si nos hubiésemos despedido el día anterior. Pero además, ese año de 1992 yo entrenaba con Jordi Llopart y estuve en la concentración deportiva de febrero en Ribes de Freser y asistí a esas conversaciones en las que Jordi le decía que si quería adelantarle, tenía que ser campeón olímpico. Cada vez que Jordi, medio en broma, medio en serio, le retaba a superarle, a hacer historia, Dani sonreía y miraba al suelo.
      Yo sabía –y supongo que los demás, también– que si alguien era capaz de conseguirlo, era Dani. Tenía todo lo necesario física y psicológicamente para ser campeón olímpico, a las pruebas me remito y, si la suerte estaba de su lado, ¿por qué no soñar?
      Suerte. Por suerte entiendo todos los factores externos que deben darse para que, coincidiendo con todo lo que uno aporta, se alcancen los objetivos planeados y soñados. Este es un deporte complicado y depende, además, de muchos factores externos. Dani era uno de los grandes de la marcha y se había preparado a fondo. El sueño, la gloria, estaba ahí, prácticamente se podía rozar con las puntas de los dedos.
      Al principio de la prueba de los 20km Marcha, yo todavía podía apoyar la espalda en el respaldo. A medida que la competición avanzaba, me iba desplazando hacia el borde de la silla y los últimos veinte minutos los pasé de pié, animando, empujando mentalmente a Dani, mordiéndome los puños, gritando de felicidad.
      Lo había conseguido. Había hecho historia. Porque aunque algunos crean que el primer oro olímpico español en atletismo fue el de Fermín Cacho en 1.500m.l., lo cierto es que la primera medalla de oro olímpica para el atletismo español la consiguió Daniel Plaza Montero, Dani, en los 20km Marcha.
      Imagino lo que debió sentir al entrar en el estadio, lo que debió sentir su padre al abrazarlo o su madre y también a mí se me eriza la piel.
      Y sobre la calidad humana de Dani, ¿qué puedo decir yo? Baste leer lo que cuenta de Valentí Massana, de su relación con él, de cómo fue ese día de gloria para uno y de desilusión para el otro.

jueves, 30 de marzo de 2017

QUOUSQUE TANDEM

      Así comienza la primera Catilinaria. Cicerón se preguntaba hasta cuándo pensaba Catilina abusar de la paciencia del Senado. Yo la utilizo en contextos similares, pero me viene también a la cabeza cada vez que alguien se pregunta un “¿Hasta cuándo?”
      La recordé cuando, hace un par de semanas, Pablo Iglesias preguntó a Rajoy con cuántos casos aislados de corrupción, la corrupción deja de ser aislada. Al escuchar la respuesta me vino a la cabeza la frase de Cicerón, “¿Hasta cuándo abusarás, Catilina –léase Rajoy-, de nuestra paciencia?”
      Pero no es de política de lo que quiero reflexionar hoy. Es de educación, cultura y deporte. No del Ministerio, claro, sino de esos conceptos. Y viene a colación la entradilla porque en los mismos días en que Pablo Iglesias le preguntaba a Rajoy con cuántos casos aislados, yo leía un artículo del año pasado que me llegó a través de las redes sociales y en el que se contaba cómo y por qué un niño concreto de doce años explicaba que dejaba el fútbol a su entrenador, un hombre muy atareado y poco empático con sus pupilos, a tenor de lo expuesto, ya que solo accede a escuchar al niño porque “nota cierta seriedad en el jugador”. El niño, comenta el artículo, destaca en ese deporte, pero se queja de no aguantar más porque ya no se divierte jugando porque, al parecer, el entrenador solo quiere que ganen, les habla de Mouriño o de Pep Guardiola y les trata como profesionales. Continuaba el niño quejándose de que el entrenador les gritaba y no porque hubiera tenido un mal día, sino por costumbre. Los gritos y las faltas de respeto, parecen ser habituales en su manera de comunicarse con los niños a los que entrena.  También nos cuenta que el entrenador falta el respeto a los árbitros, que mira con odio a los rivales, que enseña a sus jugadores a hacer trampas para poder ganar. Bueno, el entrenador las llama tácticas y trucos propios del juego. Luego, el artículo sigue con quejas y reproches mutuos sobre el rendimiento: que si los chavales no rinden lo suficiente, decía el entrenador, que si el entrenador no se preocupa por las personas que son los niños, sino que los trata como fichas de una gran partida, decía el niño.
      Había un comentario al final que decía que este artículo debería ser de obligada lectura para todos los entrenadores. Así que me apliqué el cuento y lo leí.
      Mi primer pensamiento fue que no todos los entrenadores somos iguales, claro, una, como entrenadora no quiere verse reflejada en semejante espejo y echa balones fuera. El segundo, que esas cosas pasan en el fútbol y no en mi deporte: el atletismo. Pero ¿quién me dice a mí que no hemos acabado copiando?
      La primera vez que tuve contacto con el fútbol fue en una concentración deportiva con mis atletas. Coincidíamos a la hora de entrenar con un grupo enorme de futbolistas. Nosotros ocupábamos las pistas de atletismo y ellos, la pradera, en donde habían colocado unas porterías. Los futbolistas eran más pequeños que mis atletas y eso que los más pequeños de los míos tenían trece años. Nunca había oído hasta entonces tantos insultos, tantos tacos y tanta falta de respeto junta delante de unos niños. Pero sobre todo me traumatizó el entrenador de porteros. Tenía cinco o seis niños a su cargo y en ningún momento le oí dirigirse a ellos por su nombre. Todos tenían un mote, a cada cual más despectivo, y si no, les llamaba con insultos dirigidos a ellos o a sus madres que son las que siempre acaban pagando el pato en el repertorio de insultos.
      Durante el tiempo que yo practiqué atletismo como atleta y durante el tiempo que fui entrenadora, entre 1986 y 2004, conocí a muchos entrenadores y compartí entrenamientos y competiciones con ellos y, aunque los había bruscos, indiferentes e incluso malencarados, jamás les oí insultar de esa manera a sus atletas o a los rivales de sus atletas.
      Un día, mucho tiempo después, cuando yo ya no era entrenadora, hablando con el padre de un amigo de mi hijo que jugaba al fútbol, le comenté aquella experiencia traumática. Él me contestó que era normal que los entrenadores hablaran así a los jugadores, pero que los padres de los niños eran mucho peores. Me contó que solía sentarse separado del resto de padres porque sentía vergüenza ajena no sólo por los insultos que dedicaban a sus hijos, sino también, por los improperios lanzados contra los niños del equipo rival. Y me habló también de los trucos (trampas, diría yo) para ganar tiempo, para engañar al árbitro, para intentar ganar... Tuve ocasión, este verano, de comprobar cómo en un partido de simple juego entre niños para matar el tiempo de una de las largas tardes de agosto, se utilizaban estas trampas y, la verdad, me quedé perpleja al ver cómo un niño se tiraba al suelo gritando como si lo estuvieran matando mientras llevaba sus manos a la cara para hacer creer que el balón que había pasado a más de un metro de su cintura, le había golpeado en el rostro. A partir de ahí, se desplegaron ante mis ojos toda una retahíla de malas prácticas.
      Hablando con aquel padre, recordé que había un entrenador de atletismo famoso por enseñar a sus atletas a chupar rueda siempre y no tirar nunca; había otro que siempre andaba gritando, enfadado, a los propios, si no corrían lo que él consideraba apropiado y a los ajenos, si corrían más que los propios. Aunque también es cierto que este señor tenía recursos lingüísticos más que suficientes para no utilizar insultos ni  palabras soeces. Pero no logré recordar ningún otro entrenador de ese tipo.
      Sin embargo algo ha pasado desde entonces.
      En enero de 2016 regresé a las pistas de atletismo como entrenadora. En marzo, durante el Campeonato de España de Marcha en Ruta, pude ver, en varias ocasiones, a un chaval de la categoría cadete trotar para que no le dejaran atrás los marchadores del grupo en el que iba. La segunda vez que le vi trotar se lo recriminé y se revolvió diciéndome que a mí qué me importaba. Pues mucho, la verdad, porque eso es una trampa que ensucia una especialidad que amo.
      Meses más tarde, uno de mis atletas fue víctima de un comportamiento que, si no era antideportivo (yo creo que sí), desde luego era feo, humillante para con la víctima y, sobre todo, absolutamente innecesario.
       Este año, durante el Campeonato Autonómico de Marcha en Ruta, escuché a un entrenador decir a sus marchadores que, mientras no tuvieran dos avisos en la pizarra, podían correr todo lo que quisieran. Desconozco si era una de las atletas de este entrenador la que recibió la amonestación de una veterana que le dijo que ya la había visto trotar dos veces.
      En una competición en pista, dos de mis atletas me contaron, sin dar crédito a lo que habían vivido, que se habían cambiado de sitio porque había una entrenadora mentando a la madre de una de las competidoras, no sabían si a la de su atleta o a la de la mía que iba justo delante.
       En esa misma competición, en la prueba de marcha, un niño daba una carrerita para alcanzar al que llevaba delante cada vez que este se le escapaba. Eso sí, el niño disimulaba haciendo como que tropezaba, pero claro, o era muy torpe o, a la tercera vez que una lo ve tropezar y alcanzar al rival tras cuatro o cinco pasos al trote, se fija en el muchacho en cuestión y ve la trampa, que no estrategia, no nos confundamos. El caso es que, como yo, también los jueces detectaron el modus operandi del niño y empezaron a sacarle avisos. En la última vuelta, el niño que iba delante de él se había alejado lo suficiente como para entrar en segunda posición sin problemas, pero el de las carreras prefirió intentar ser plata antes que conformarse con el bronce y comenzó a marchar perdiendo contacto de una manera muy descarada. Los jueces lo vieron y lo descalificaron en la recta de meta. El niño se lanzó al suelo pataleando y dando puñetazos a la pista mientras insultaba a los jueces con todo tipo de improperios y, ¡cómo no! a sus madres. El espectáculo duró más de 5 minutos durante los cuales ni su entrenador ni ningún adulto responsable de aquel niño hizo nada por detenerlo. Imagino que cuando el dolor en manos y pies fue más grande que su enfado, se levantó y siguió con su ristra de insultos durante otros cinco minutos más sin que nadie le dijera aquel niño que su actitud no era la correcta. Y es que son niños, entra dentro de lo esperable que no actúen adecuadamente, que se equivoquen, que no toleren la frustración… pero para eso estamos los entrenadores, para reconducir esas conductas.
      Así que empecé a preguntarme con cuántos casos aislados de entrenadores tramposos o maleducados o ausentes, los casos dejaban de ser aislados. Y, sobre todo, a preguntarme hasta cuándo íbamos a consentir que este tipo de personas ensuciasen nuestro deporte. Que conste que voy a hablar del atletismo porque es el deporte que conozco, pero seguramente esta reflexión podría extenderse a otros deportes, a otros entrenadores y a otros deportistas.
       Estoy segura, porque este argumento ya lo he escuchado muchas veces, que algunos dirán que ningún deportista llega a la élite si está entre algodones, si no se le presiona, si no se le lleva al límite, si no aprende a trampear. Pero no estoy de acuerdo. Desde mi humilde opinión, y me consta que no soy la única que piensa así, los atletas son, antes que atletas, personas, y como tales tienen sus días buenos y sus días malos, sus problemas y sus emociones y es necesario respetarles, aceptarles y ayudarles. Estoy convencida de que si saben que su entrenador confía en ellos; que es el compañero que va a llorar junto a él en los días malos y reír en los días buenos; que le va a apoyar cuando lo necesite y que va a respetar sus decisiones en competición, porque no nos olvidemos, desde fuera podemos tener más perspectiva, pero también desde la barrera, todos somos Manolete; si saben que siempre vamos a ver tanto lo que han hecho bien como lo que tienen que mejorar, van a rendir mucho mejor.
      Yo funciono así, o al menos lo intento, que no soy perfecta. No tolero una trampa y mis atletas no hacen trampas a sabiendas. No les insulto, ¡faltaría más!, es que ni se me ocurre y tampoco consiento que se insulten o se falten el respeto entre ellos o hacia otros. Atiendo sus miedos, sus dudas, sus desconsuelos o su tristeza de la misma manera que disfruto con ellos de sus victorias… Y algunos de ellos tienen marcas que los sitúan en muy buenas posiciones en el ránking nacional. Es más, creo que algunos de ellos no lo hubieran logrado con las tácticas y estrategias del otro tipo de entrenadores.
      Así pues, tras reflexionar varios días sobre estas cuestiones, viajé con mis atletas al Campeonato de España de Marcha en Ruta. Allí vi a una marchadora juvenil trotar todas y cada una de las veces que pasó por donde yo estaba. Y me pregunté: “Quosque tandem?” ¿Hasta cuándo vamos a permitir que abusen de nuestra paciencia, de nuestra honradez? Así que fui en busca del juez árbitro y del juez de la prueba y denuncié.
       En estos últimos días de vorágine personal en los que no había podido repasar y publicar este artículo, ha saltado a la luz pública una escena lamentable: unos padres enzarzados en una pelea y persecución que si ya resulta bochornosa en niños, mucho más lo es en adultos. Y todo ello por un incidente durante un partido de fútbol en el que, al parecer, jugaban los hijos.
       Y entonces me vino a la cabeza el recuerdo de la pataleta de aquel niño. Durante todo ese tiempo yo estuve pensando en lo que, como entrenadora, hubiera hecho yo. Aunque me es difícil saberlo porque jamás me he visto en tal tesitura. Yo no imagino a los padres de mis atletas, los de entonces y los de ahora, comportándose como los de la noticia. Así que mis atletas son –y han sido– dignos hijos de sus padres y nunca han montado un espectáculo como ese. Y alguna vez todos, velocistas y marchadores, han estado en desacuerdo con la decisión de un juez. A mis marchadores también les han sacado avisos e incluso a alguno lo han descalificado. A veces hemos estado de acuerdo con los avisos, otras no. Pero la opinión que vale ahí es la del juez y mi misión es la de conseguir que los marchadores salgan a la pista lo mejor preparados posible, que lo hagan bien y que marchen lo más rápido que les permita la técnica. Así que la opinión de los expertos, es bienvenida. Y así se lo transmito a los chavales.
       Nunca he visto a los padres de mis atletas cuestionar la decisión de un juez, mucho menos insultarle, de manera que sus hijos tampoco lo hacen. Pero si alguno, alguna vez, se hubiera comportado como el niño de la rabieta, seguramente, desde la grada, con una palabra, lo hubiera cortado. Y luego hubiéramos tenido una conversación mi atleta y yo. Y también sé que los padres no interferirían. Sólo en dos ocasiones, hace mucho, mucho tiempo, cuando yo era muy joven, un padre me preguntó por qué había actuado de esa manera y en las dos ocasiones se lo expliqué. Yo soy María Explicaciones porque creo que es una cuestión de respeto hacia el otro, porque creo que se consigue más cuando el otro te entiende y porque el “ordeno y mando” o “los actos de fe” los dejo para otros ámbitos.
       Esas imágenes son de vergüenza ajena. Lo importante allí –y en cualquier evento o entrenamiento deportivo– son los niños y padres y entrenadores debemos trabajar para ayudarles a convertirse en adultos maduros y responsables mientras se divierten y aprenden los valores que da el deporte. Y, desde luego, no es pegándose e insultándose como se consigue.

martes, 7 de febrero de 2017

SI ES TAN SOLO AMOR (Cuarta y última parte)

      -¡Ale, ya está todo tranquilo! Llamo a mi padre para que baje mientras voy cerrando.
      -¿Van a bajar Víctor y Ángel también?
      -¿Quieres que les diga que baje, Raquel? Estás ya aburrida, ¿verdad, cielo?
      -Un poco. Es que mi hermano aún no sabe jugar.
      -Bueno, pues ya estamos todos. ¿Quién quiere café? Pedro, ¿nos traes seis cafés y tres cortados, por favor? Padre, ¿usted quiere un carajillo? Hoy es un día especial.
      -¡Vamos a brindar por el pequeño Iván que ha conseguido juntar a casi toda la pandilla!
      -Y ha conseguido que Pepe y don Luis se sienten con nosotros, que mira que es difícil.
      -¡Enhorabuena, familia!
      -¡Felicidades!
      -Un beso, guapa, que seáis muy felices.
      -Gracias.
      -Muchas gracias.

      Quien dijo que el amor se apaga con el paso del tiempo, con la llegada de los niños o con la rutina, no nos conocía. La complicidad que se crea es tan fuerte que nos basta una mirada o una sonrisa para entendernos. Construir un proyecto de vida en común e ir realizándolo día a día, ayudándonos cuando las fuerzas flaquean, ha fortalecido nuestra relación. Yo la miro y me muero de ganas de ir a casa y comernos a besos.

      -Dime, cariño, ¿qué quieres?
      -¿Mami y tú os queréis?
      -Con toda el alma, corazón. Ven, sube, siéntate en mis rodillas. Y a ti también te queremos mucho, lo sabes, ¿verdad? Eres nuestra niña…
      -Pero, mamá, entonces… ¿por qué mami y tú nunca os besáis en público?

viernes, 3 de febrero de 2017

SI ES TAN SOLO AMOR (Tercera parte)

      -¿Habéis terminado?
      -Sí, gracias.
      -¿Queréis postre?
      -Pero, ¿te vas a sentar con nosotros a tomarlo?
      -El postre no, que aún hay mucha gente y me siguen necesitando en cocina, pero el café y el cava, seguro. He llamado a mi padre para que venga también.
      -¿Cómo está? Hace tiempo que no le vemos y le echamos de menos. Sobre todo Raquel. Echa de menos sus cuentos ¿verdad?
      -Está bien, como siempre. No baja tanto porque se queda cuidando de los nietos. Pero hoy vendrá. Se ha puesto muy contento cuando le he dicho que habíais tenido un niño y que veníais aquí a celebrarlo. Casi se pone a llorar cuando le he dado vuestra invitación.

      Don Luis es un buen hombre. Cuando empezamos a venir al Tío Nelo, él tomaba nota en las mesas de la parte izquierda del local. Eran las mesas más complicadas porque las llenábamos los grupos grandes y siempre había que juntar varias mesas. Pepe estaba en la cocina, siempre ha estado en la cocina. Al principio no le conocíamos, pero cuando descubrimos que solo era algo mayor que nosotros, algunos viernes le hacíamos salir para felicitarle en público por su comida y él se vengaba haciéndonos probar sus experimentos antes de ponerlos en carta. Don Luis siempre reía. Se acabó encariñando de la pandilla y lloraba cuando alguno tenía que emigrar.”Maldito país este”, decía con la voz quebrada. Y se le volvían a llenar de lágrimas los ojos cuando lográbamos juntarnos de nuevo. 
      Un viernes, cuando llegamos Sara y yo al Tío Nelo, don Luis estaba tomando nota a las mesas de los sillones con respaldos altos:
      -Hoy os atiendo yo, que para eso sois de la familia –nos dijo.
      Y así empezamos a ser parte de esta familia. Siempre fueron discretos así que nos sentíamos bien allí. Aquí celebramos nuestra boda cuando pudimos juntar a la pandilla, aquí celebramos nuestros aniversarios Sara y yo, aquí celebramos la llegada de Raquel y aquí seguimos cenando los viernes. Siempre en la misma mesa que nos preparó don Luis el primer día que acudimos en solitario. Siempre, menos dos viernes, no me acuerdo en qué años, que, cuando llegamos, nos habían cogido el sitio dos abueletes que debían amarse tanto que desprendían pasión. Sara y yo decidimos que de mayores queríamos ser como ellos.
      A veces yo también rozaba su mano como quien no quiere y nuestras pieles se erizaban. O ella me miraba de una forma que un escalofrío recorría mi espalda.
      Y es que es tan hermosa por dentro y por fuera. Cuando ríe, logra que desaparezcan las tormentas, su mirada siempre me trae la paz y oír su voz cuando el suelo se hunde hace que siempre encuentre el saliente al que agarrarme. Como cuando no encontraba trabajo y me desesperaba. Ella siempre estuvo a mi lado segura de que acabaría saliendo algo y ayudándome a levantarme cada vez que un portazo me derrumbaba.
      Cuando avisamos a la pandilla de que nos casábamos, nadie se sorprendió. Parecían esperarlo a pesar de que jamás habíamos dicho nada, nunca nos habían visto besarnos ni cogernos siquiera de la mano. Únicamente Juanjo comentó algo muy en su línea: se acercó a Sara y le dijo sonriendo:
      -Ya sabía yo que tenía que haber una razón muy poderosa para que me rechazaras una y otra vez. Ven aquí que te abrace. 
      Yo me acercaba en ese momento y él bromeó:
      -A ti no te abrazo por haberme robado a la chica de mis sueños.
      Pero nos abrazamos fuerte y me deseó toda la felicidad del mundo.
      Ellos se conocían desde B.U.P. y he de reconocer que durante algún tiempo pensé que eran novios. Sara le quiere mucho. Dice que es su antihéroe. No salía mucho con la pandilla. Solo si venía Sara. Es uno de los que se quedó en España porque estudió Informática y nunca le ha faltado trabajo. Cuando llegó Raquel a nuestras vidas, Juanjo fue el primero en conocerla y, desde entonces, rara es la semana que falta a verla y siempre le trae algún detalle: un cuento, un cuaderno, una merienda especial… De hecho, es el tío favorito de Raquel.
      A Sara le costó mucho adaptarse a Raquel. Aunque no lo pareciera, la responsabilidad la consumía y adelgazó mucho. Ella se veía bien y le restaba importancia. Pero todo el ajetreo que conlleva una criatura y que recayó fundamentalmente en ella porque yo acababa de empezar a trabajar y no podía conciliar, fue mucho para Sara. Nunca la he visto tan delgada pero tampoco tan feliz. Luego, poco a poco fue recuperándose y con Iván todo es más tranquilo, primero por la experiencia y segundo porque esta vez me toca a mí la parte pesada de la crianza (levantarme por las noches, preparar papillas, estar con él a la vez que llevar a Raquel al cole…).

jueves, 2 de febrero de 2017

LA VIRGEN DE LA CUEVA

      Hoy me siento feliz. Llueve. Llueve con conocimiento, pero llueve. Y llueve lo suficiente para que la gente lleve paraguas. Yo no, ya sabéis (quienes no recuerden mi aversión a los paraguas pueden leer por qué aquí). Así que llueve y me siento feliz. Y eso que hoy tenía que salir a la calle en varias ocasiones y, como tenía que ir a un acto de conciliación y a una visita con un cliente, tenía que ir elegante. De manera que ahí me teníais esta mañana, con mi falda y mis zapatos de diez centímetros de tacón, caminando por la calle bajo la lluvia, sin paraguas y con una sonrisa de oreja o oreja.
      Algunos pensarán que estoy algo loca –y no digo que no–, otros quizá, que me preocupa la sequía y el medio ambiente –que también–, pero se equivocan, no son esas las razones de mi alegría por la lluvia de hoy. En realidad llevo toda la semana esperando y deseando que lloviese hoy jueves, dos de febrero. Incluso, por si el actual gobierno de España tiene razón, me he encomendado a los santos y he puesto velas. Incluso cuando esta mañana he salido de casa antes de las ocho y he visto que un sol radiante amenazaba con salir, yo no he perdido la fe y he empezado a cantar como una posesa “Que llueva, que llueva, la virgen de la Cueva”. Y mis oraciones han sido escuchadas. Por eso, cuando he visto caer las primeras gotas de lluvia, he estallado en júbilo y me he puesto a caminar por la calle con mi sol particular sobre la cabeza, sonriente y feliz, esquivando con más facilidad que nunca las malditas varillas de los paraguas ajenos, probablemente gracias a mis taconazos que logran que mida casi 1’90m y pocos paraguas llegan a la altura de mis ojos, mientras el agua bendita caía sobre mi cabeza empapando mi estiloso peinado.
      Y es que hoy es la Candelaria, y ya lo dice el refrán de mi tierra: “Si la Candelaria plora, hivern fora; si la Candelaria riu, torna-te’n al niu”. Y yo, la verdad, es que estoy ya un poco harta del invierno. Que sí, que llegó tarde, pero llegó; que frío, frío ha hecho durante poco tiempo, pero poco más y nos helamos; que ha llovido tres días, pero nos hemos inundado los tres; que todo lo que queráis, pero ya me apetece calorcito. ¡Qué diantres! La verdad es que me apetecen mis 40º a la sombra para estar en mi temperatura ideal, pero como soy condescendiente con el resto de mortales que no tenéis entre vuestros ancestros a ninguna lagartija, pues me conformo con calorcito. Una temperatura que me permita tomar el sol en una terraza, poder ir sin medias de ursulina o pantalones con botas, sentir los rayos de Lorenzo sobre la piel…
      Y ya lo voy a conseguir, je, je. Hoy ha llovido. Y yo me siento feliz.
      P.D.: Mañana es san Blas, así que dejaré de toser y de estar afónica.

lunes, 30 de enero de 2017

SI ES TAN SOLO AMOR (Segunda parte)

      -¿Cómo va todo?
      -Perfecto. Está todo buenísimo, como siempre.
      -Gracias por celebrar aquí el nacimiento del pequeño de la familia.
      -¡Ni se nos pasó por la cabeza en ningún momento celebrarlo en otro lado!

      Pepe es ya un amigo de la familia. Nos conoce desde hace quince años. Era viernes y habíamos quedado toda la pandilla para cenar. A alguien le habían hablado de este sitio y decidimos probar. Las mejores patatas bravas que he probado nunca y unas berenjenas rebozadas con miel que no paré hasta que no logré que Pepe me diera la receta. Los bocatas también eran espectaculares así que los zampones del grupo le dieron el visto bueno y cogimos la costumbre de venir a cenar los viernes.
      Estuvimos cenando todos los viernes en el Tío Nelo durante tres años, hasta que los trabajos, las parejas y tener que buscarse la vida en el extranjero fue acabando con la pandilla.
      La tarde que despedimos a Joan en el aeropuerto, Sara me guiñó un ojo antes de bajarse del coche y me dijo:
      -Ya solo quedamos tú y yo. ¿El viernes en el Tío Nelo?
      -¡Por supuesto!
      Lo nuestro debía ser muy evidente para todos aunque nadie lo nombraba. De hecho, cuando llegamos al Tío Nelo, don Luis, el padre de Pepe, nos miró con una sonrisa pícara y nos sentó en la última mesa, protegida de las miradas indiscretas por los altos respaldos de los asientos.
      Fue allí donde me declaré uno de tantos viernes. Temblaba de los pies a la cabeza y el nudo en el estómago amenazaba con partirme en dos. Le hablé de cómo me enamoré de ella nada más verla; de cómo ella ganaba a César todas las batallas de La guerra de las Galias; de cómo conseguí entrar en la pandilla que se estaba formando entre los nuevos de su clase y de la mía sólo porque ella estaba allí; de cómo busqué compatibilizar mi horario en la facultad con el suyo para coincidir a la entrada y a la salida y poder acompañarla a casa o a clase; de cómo buscaba sentarme frente a ella para poder mirarla...
      No contestó enseguida. Ni siquiera levantó la mirada de sus manos, adonde había permanecido mientras duró todo mi parloteo. Respiró hondo y me miró con sus profundos ojos negros y sólo me preguntó:
      -¿Y ahora qué?
      -No lo sé –contesté– puedes odiarme, levantarte y dar por zanjada aquí y ahora nuestra amistad o podemos seguir adelante con ella como si nunca hubiera hablado del tema.
      -No puedo. No puedo hacer ninguna de las dos cosas. 
      Yo no sabía qué más decir, los ojos se me enturbiaron y bajé la cabeza para que no viera las lágrimas.
      -¿Tanto que me has mirado y no has sido capaz de ver nada?
      Yo no entendía nada. Levanté los ojos y la miré.
      -¿Me has conocido alguna pareja? –negué con la cabeza y ella prosiguió–. ¿Nunca has visto cómo te miraba? ¿Cómo buscaba conversar contigo? ¿Cómo me hacía la encontradiza en la acera de tu facultad o de tu casa? ¿Nunca?
       Yo solo negaba una y otra vez mientras en mi cabeza se iban juntando las piezas del puzle que ella me ofrecía con las que yo tenía sobre la mesa encajando a la perfección. Cuando terminó de poner sus piezas, sólo pude sonreír y decir:
      -¡Vaya par de dos!
      Estuvimos un buen rato riéndonos cada vez que nos mirábamos y exclamando:
      -¡Vaya par de dos!

martes, 24 de enero de 2017

SI ES TAN SOLO AMOR (Primera parte)

      Es tan hermosa… No puedo dejar de mirarla. Me enamoré de ella la primera vez que la vi. 
      Fue en el instituto, hace dieciocho años más o menos. Ella llegaba tarde y entró a clase cuando ya estábamos todos sentados y la profesora ya tenía la lista en las manos. Llamó a la puerta mientras la abría y pedía permiso para entrar. Era el primer día de clase y se excusó diciendo que se había perdido. La profesora bromeó y ella se sonrojó, se colocó detrás de la oreja los mechones rebeldes que se le habían escapado de la trenza y se sentó en el primer sitio libre que encontró. 
      Yo la veía desde atrás. Su pelo brillaba al sol. Parecía que un hada había esparcido polvos mágicos sobre su cabeza y había dejado hueca la mía porque era incapaz de atender a la profesora que nos hablaba entusiasmada sobre el programa de la asignatura y el sistema de evaluación.
      Sólo coincidía con ella en Latín y me costaba tanto centrarme en César que casi suspendo una de mis materias preferidas. Tenía que poner remedio a esta situación. Tenía que atreverme a hablar con ella. Estuve observándola y descubrí que se hizo amiga de unas chicas de mi clase de griego así que me acerqué a ellas y conseguí entrar en su círculo de amigos.
      Yo era un bicho raro, pero ellos también eran un poco marcianos así que encajé bastante bien y mantuvimos la amistad aunque no todos coincidimos en la facultad. 

jueves, 5 de enero de 2017

EL RINCÓN DE LAURA (Cuarta y última parte)

       Fue entonces cuando, a la hora del café, apareció la compañera de Laura. Iba con dos tipos altos y trajeados. Pidieron dos solos y un cortado. Cuando los sirvió, la miró interrogante pero no se atrevió a preguntar nada. Ella captó la mirada pero esperó a quedarse sola en la barra, con la excusa de pagar, para mirarle a los ojos y contestar a su mirada con otra pregunta:

      -¿Te enteraste de lo de Laura?

      Pedro sintió una punzada en el corazón. Los ojos de la chica no presagiaban nada bueno. Negó con la cabeza porque la voz se negó a salir de su garganta.

      -Salió en los periódicos. Fue un accidente terrible.

      La sangre se le heló, su rostro se tornó lívido. Recordaba haberlo leído, incluso haber visto las imágenes de una cámara de la autopista y haber pensado en esa familia cuyo viaje de fin de semana se había convertido en un viaje a ninguna parte, o al cielo para los creyentes.

      Bajó al almacén, aún guardaba el periódico de aquel lunes porque no le había dado tiempo a completar el crucigrama. Buscó la página de sucesos. Allí estaba: un camionero había perdido el control de su vehículo y se había cruzado en la autopista justo en el momento en que un turismo, ocupado por una familia con dos niños de 2 y seis años, le adelantaba. No había sobrevivido ningún miembro de la familia. Se dirigían hacia un fin de semana de vacaciones para los niños. Nunca llegaron.

       Cuando regresó a la barra, aprovechó que no había nadie en el local, colocó un cartel de “Vuelvo en diez minutos” y salió hacia la tienda de la esquina. Compró una vela con olor a lavanda, unos lirios morados, un pequeño búcaro de cristal y una pizarra con cierto aire vintage. Entró en la cafetería, se dirigió a la mesa en la que se sentaba Laura, colocó los lirios en el búcaro y los puso sobre la mesa. Colgó la pizarra sobre el pequeño estante en el que hasta entonces había un reloj viejo que a ella le recordaba al de casa de sus abuelos. Detuvo el reloj en la hora del accidente, encendió la vela y la dejó junto al reloj. Y escribió en la pizarra con letra de caligrafía: “El rincón de Laura”.

miércoles, 4 de enero de 2017

EL RINCÓN DE LAURA (Tercera parte)

       La echaba de menos. No es que tuvieran grandes conversaciones, pero sentía su ausencia. El rincón en el que solía sentarse estaba vacío, frío. A ella le gustaba el silencio. No solía iniciar una conversación. Él tampoco, aunque conversar era una de las cosas que más le gustaban de su trabajo. Saludaba con afecto a los clientes de todos los días, les preguntaba qué tal el día, pero poco más a no ser que ellos iniciasen la conversación. Si lo hacían, le encantaba comentar y descubrir nuevos puntos de vista.

       -Siempre se aprenden cosas –solía decir.

       Sin embargo, con ella nunca había hablado más allá del tiempo, a pesar de que llevaba meses acudiendo al café. No parecía antipática, sólo una mujer en busca de silencio y de un espacio para ella. Por eso se sorprendió cuando ella empezó a hablarle aquella mañana.

       Estaba atendiendo a don Tomás que ese día estaba especialmente cascarrabias. Era un juego diario, él le servía el café con leche y un bollo y don Tomás se quejaba de que había algo que no era de su gusto: o demasiado caliente o demasiado frío o demasiado cargado o muy poco; que el bollo tenía demasiado azúcar o muy poco… Un ritual que le obligaba a preparar dos veces cada día el desayuno de aquel cliente y soportar sus gruñidos mientras se disculpaba por nada.

       Ese día iba a preparar el tercer desayuno cuando ella cruzó la mirada con él poniendo los ojos en blanco. En cuanto el cliente se hubo marchado, ella le dijo:

       -Bendita paciencia la tuya, ni el santo Job… ¡Qué difícil es tu trabajo!

       -A mí me gusta. Yo sé que nunca le voy a atinar con el café con leche, porque siempre encontrará alguna pega, pero también sé que le gusta, porque sigue viniendo. Es un juego. Se aburre y quiere jugar. Pues juego a que nunca atino y él juega a protestar.

       -Por eso digo que bendita tu paciencia, porque este juego se repite día tras día y tú siempre sales malparado.

       -No creas, yo hago como que le cambio el desayuno y él hace como que le gusta más “el cambio”. Aunque los dos sabemos que se toma el primer desayuno.

       -Te gusta tu trabajo ¿verdad?

       -La verdad es que sí, me encanta.

       -Se nota, eres bueno. Me gusta este sitio por el ambiente que creas.

       Él se sonrojó. Era una mujer muy guapa, de las que uno piensa que jamás se fijarán en él.

       -Por cierto, me llamo Laura –le dijo cuando se iba.

       -Yo, Pedro.

       Sonrió y se marchó. Con el tiempo supo que trabajaba en una oficina, era jefa de personal y daba cursos y conferencias sobre la gestión de su área.

       -Estaba harta de que los empresarios y mandos intermedios se dedicaran a exprimir a su gente en vez de sacar lo mejor de cada uno de sus trabajadores –le comentó un día.

       Era jueves ya y Laura no había aparecido.

       Nunca la vio acompañada de ningún hombre que no fuera asunto de trabajo. Con ellos era cordial y distante a la vez. Al principio él se preguntaba si habría un hombre en su vida. Sabía que había hijos. No sabía cuántos, pero existían. Alguna vez la había visto rebuscar en su bolso y sacar coches y juguetes infantiles. Durante un tiempo odió imaginarla con otro hombre, aunque jamás se permitió reconocerlo. Prefería pensar que estaba divorciada. No llevaba alianza, aunque eso no quería decir nada. Podía haberla perdido o no estar casada. Luego se acostumbró a ser sólo Pedro de la misma manera que estaba acostumbrándose a su ausencia y resignándose a la falta de explicaciones. Laura llevaba tres semanas sin aparecer por la cafetería y él ya no miraba hacia la puerta con ansiedad cada vez que alguien entraba al local.

martes, 3 de enero de 2017

EL RINCÓN DE LAURA (Segunda parte)

       El martes tampoco acudió a la cafetería. Ni el miércoles. Era extraño, nunca había estado tanto tiempo sin ir. Llegó por primera vez al poco de que él se quedara con el traspaso y volviese a abrir después de reformar el local. Ella le confesó que andaba buscando un sitio tranquilo en el que tomarse un café. Porque donde solía ir era muy ruidoso y, como siempre tenían las puertas abiertas, ella se quedaba helada. Era muy friolera. En verano solía ponerse una chaqueta porque le molestaba el aire acondicionado, así que si estaban solos, él lo apagaba. Al parecer había probado en varias cafeterías, pero ninguna le gustaba. Entró porque le había parecido acogedora, le dijo. Y se quedó por la onza de chocolate, sonrió pícara.

       Él se sentía orgulloso. Le gustaba su trabajo y le gustaba que sus clientes se sintieran a gusto. Era discreto, les dejaba su espacio, pero les observaba desde esa distancia autoimpuesta y parapetado tras la barra. A fuerza de observar a la gente, había aprendido a identificar sus gustos, su carácter, sus necesidades. Por eso supo el primer día que a esa mujer que se había sentado al fondo de la cafetería y que leía y escribía en el móvil le gustaba el chocolate negro. Fue una intuición y se dejó llevar por ella. Así que, cuando vio cómo lo saboreaba, sonrió con complacencia.

       Tenía carácter, parecía fuerte pero dulce, uno se sentía a gusto con ella, escuchado y aceptado. Siempre sonreía con dulzura, como comprendiendo cualquier cosa.

       -El ser humano es complejo –le dijo una vez–. Todos tenemos una historia que mediatiza nuestros actos. No podemos juzgar, sólo entender, porque nadie está completamente en la piel del otro, ni siquiera del ser que era él mismo en otro momento cualquiera de su propia vida.

       Era elegante hasta cuando iba con unos vaqueros rotos. Pero a veces acudía vestida de una forma que imponía respeto con sólo mirarla. La primera vez que la vio tan elegante y sobria, con una falda de tubo, zapatos de tacón de aguja, blusa de media manga, americana y el pelo recogido en un moño que dejaba escapar algunas mechas rebeldes, no pudo evitar abrir los ojos en señal de sorpresa y hacer un gesto de admiración. Ella sonrió complaciente.

       -Tengo una reunión importante. He de impresionarles y la imagen SÍ es importante, es mi carta de presentación.

       -Pues les vas a dejar impresionados. No sé si conseguirán escuchar algo de lo que les tengas que contar.

       -Espero que sí, porque es muy importante –y sonrió divertida.

       La había visto muchas veces vestida de una manera formal, pero nunca de esa guisa. Después tuvo ocasión de verla más veces así. Supuso que trabajaba en un cargo de responsabilidad atendiendo a personas y con personas. Porque las personas eran su fuerte. Por eso congeniaron. Ella también conocía a la gente. Al principio no compartían confidencias, pero poco a poco se fueron soltando.

lunes, 2 de enero de 2017

EL RINCÓN DE LAURA (Primera parte)

       Aquel lunes ella no acudió a desayunar. A él no le extrañó. A veces fallaba al desayuno pero acudía al café de después de comer. Un cortado corto de café y una onza de chocolate negro que comía lentamente, deleitándose a cada bocadito. Sin embargo, tampoco acudió al cortado. Bueno, pensó, tendrá mucho trabajo o alguna reunión fuera.

       Casi siempre iba sola. Se sentaba en la última mesa de la cafetería, con la espalda pegada a la pared. Si la mesa estaba ocupada, buscaba sentarse lo más lejos de la puerta y siempre mirando hacia ella.

       -Reminiscencias de un ex-novio policía –le dijo un día–, me da cosa no poder ver la puerta, saber quién entra o qué pasa fuera.

        A veces, una chica la acompañaba al cortado vespertino, trabajaban juntas, pero no parecían amigas, no había complicidad entre ellas. En seguida imaginó que sólo serían compañeras de trabajo. En cambio, el desayuno lo hacía siempre sola. Se sentaba y sacaba su móvil en el que leía y escribía mientras se tomaba su café con leche bien caliente con tostadas de mantequilla y mermelada de melocotón.

        -Es nuestra hora de chicas –le comentó a modo de disculpa una vez que él la pilló riéndose de lo que leía-. Desde que tenemos niños, no coincidimos nunca y no podemos charlar, así que quedamos cada mañana a desayunar y hablamos por whatsApp. Hoy estamos un poco locas. Es viernes y, o nos lo tomamos a risas, o estallamos.

       No hablaban mucho, pero después de tres años sirviéndole, de lunes a viernes, el desayuno y el cortado, tenían cierta complicidad. Ella llegaba siempre con su sonrisa puesta, saludaba tímida pero cordial y buscaba su sitio. Se percataba de cualquier cambio en el ánimo de él. Él se daba cuenta porque dejaba de atender al móvil y le perseguía con la mirada, escrutando cada gesto. Un día que él estaba nervioso, derramó algo del café con leche al dejarlo sobre la mesa. Ella levantó la mirada y en vez de darle las gracias, como todos los días, le preguntó:

       -¿Todo bien?

       -No mucho, la verdad.

       -Esto también pasará y un día sonreirás al recordarlo.

       Él sonrió entre agradecido e incrédulo, pero acabó siendo cierto. Eso pasó y, en muchas ocasiones, sonreía al recordar que aquella historia fue la que rompió el hielo entre ellos dos.

       Al día siguiente él le dibujó una flor en el café con leche y ella sonrió dando las gracias.