A cada vuelta del tambor de la lavadora sentía que la vida
se le desteñía. Odiaba a aquella horrible giganta que, con un rictus de
repugnancia y a la voz de “está asqueroso”, lo había arrancado de las manos de
su amigo, a quien todavía oía berrear, y lo había metido en ese artilugio
infernal.
Primero un aguacero que hacía crecer la espuma, después una
riada, luego más agua sucia y azul y, por último, un torbellino.
Jamás volvió a ser el mismo tras la tortura, por más que su amigo se
empeñara en negarlo, en colmarle de besos, o quizá por eso mismo, ambos
buscaban al ausente, a aquél que una vez fue.
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