I. ELEGANCIA VS. SENSIBILIDAD
Siempre me ha sorprendido la elegancia con la que algunas mujeres se desenvuelven en la vida. Supongo que es algo con lo que se nace.
Algunas se mueven con tal gracia que son capaces de caminar hacia la orilla del mar sin que se note en absoluto que la arena paradisíaca está abrasando sus pies o que ha sido sustituida por un lecho de millones de diminutas y puntiagudas piedras; o de dirigirse a la ducha de la piscina pisando las baldosas que la rodean como si lo hiciesen sobre el más firme y liso de los pavimentos.
En cambio yo... bueno, podríamos decir que la elegancia y la coordinación no son lo mío. Sin embargo, la naturaleza, en su afán compensador, me dotó de una sensibilidad infinita.
El caso es que uno de estos días de vacaciones habíamos decidido ir a la playa. Estaba frente al hotel y no hay nada que me relaje y me inspire más que la “contemplación marina”. Es mi cielo particular. No necesito bellos huríos (si es que eso existe) que me sirvan, si puedo mirar la inmensidad azul verdosa y escuchar el susurro de las olas lamiendo la orilla.
Así que allá que nos fuimos y, bueno, cómo decirlo..., fue una experiencia tan increíble que dudo que la olvidemos ni yo ni cuantos en la playa estábamos, por largas que sean nuestras vidas.
Salí del hotel con mi casi metro ochenta, mi vestido playero sobre mi bikini de rayas —como el de Eva María cuando se fue—, mi bolso con la toalla y demás artilugios imprescindibles. Crucé el paseo marítimo bajo mi pamela de paja y oculta tras mis enormes gafas de sol último modelo. Caminaba toda divina de la muerte hasta que me adentré en lo que alguien dio en llamar playa y que no era otra cosa que una de aquellas pruebas de fe que narran en los libros del medievo, donde alguien ha de atravesar un circuito imposible para demostrar que dice la verdad o morir en el empeño.
Solo me separaban del agua unos veinte metros de micro-piedras a las que aún les faltaban varios siglos de ser rodadas por el mar para que sus cantos se hubieran redondeado mínimamente, pero eso no lo supe hasta que no coloqué el pie sobre ellas. Tomé aire, estiré mi espalda, miré hacia el mar infinito que me llamaba e inicié la ruta por el valle de lágrimas que me había de conducir hacia mi cielo.
Sin embargo, aquella era más bien la ruta del infierno y, a pesar de mis intentos para no perder la poca prestancia que se me concedió al nacer, nada más adentrarme en ella, parecía más bien la eterna aprendiz de faquir incapaz de caminar sobre semejante cama de pinchos. ¿Cómo lo conseguían los demás? La piel de mis hipersensibles pies enviaba tantas señales de dolor a mi cerebro que logró colapsarlo y, a mitad de camino, más que caminar se diría que estaba emulando el último baile de San Vito cuando acabó formando parte del sofrito de algún cocinero pagano.
Ni qué decir tiene que los ojos de playistas y paseantes recalaron sobre mí, incapaces de perderse ni un segundo del espectáculo que ofrecía aquella especie de títere gigante que caminaba como movida por unas manos inexpertas que tiraban a golpes de unos hilos invisibles, provocando en ella la apariencia de un fantoche saltarín.
Empujada por el calor y el bochorno del recorrido, decidí adentrarme en el mar hasta que se olvidaran de mi existencia y no salir de él hasta que la playa quedara vacía o pudiera ocultarme en las sombras de la noche.
Deposité con cuidado mis cosas en aquel lecho pedregoso y me encaminé por esa suerte de Vía Dolorosa hacia un mar del que me separaban menos de dos metros pero al que no podía ver besar la orilla porque la maldita alfombra de faquir que llamaban playa se hundía abruptamente hacia el Averno convertida en arenas movedizas que, además de engullir a sus víctimas, las trituraba.
En cuanto puse un pie para iniciar el descenso hacia el reino de Poseidón, mi pierna se hundió hasta la rodilla y, mientras ahogaba un grito de dolor al sentir miles de piedras arañándola completamente, pensé en cómo diantres iba a escapar de aquella trampa. No tardé en averiguar que era imposible salir airosa de aquel trance. Cada vez que, empujando con todo mi cuerpo hacia arriba, cual saltadora de altura, lograba extraer una pierna totalmente rasguñada de aquella prisión, solo era para hundir la otra en las fauces de aquella trituradora natural. Y, por supuesto, cientos de ojos seguían clavados en mí alternando entre la risa y la compasión.
Afortunadamente, gracias a la longitud de mis zancadas, salvé en cuatro apoyos el desnivel y me planté en el agua. Sin embargo, mi gozo en un pozo, aquellas olas no besaban sino mordían mis pies. Piedras en el suelo y piedras escupidas por un guardián celoso de las puertas del mundo marino se clavaban en mis magullados pies y piernas. Avancé con dificultad sobreponiéndome al dolor. Un paso vacilante, otro, un tercero y en el cuarto, el suelo desapareció y me hundí hasta el cuello cuando el canto afilado de una roca detuvo mi caída y me hizo emerger con la fuerza que me proporcionó el aullido que ascendió desde mi maltrecho pie hasta mi garganta:
-¡Mierda ya, hombre!
Intenté, en vano, que pareciera felicidad lo que me invadía y me puse a nadar deseando que el dios de los mares no me obsequiara también con medusas. Hacía ya meses que había sido mi cumpleaños y no tenía por qué hacerme ningún regalo, de manera que si quería agasajarme con alguna otra desgracia (a saber qué diablos había hecho yo para merecer semejante trato) rogué que fuera un tiburón o una ballena que me tragara –cual Jonás– y acabara de una vez con mi sufrimiento.
Estuve en el agua –fría, por cierto–, el tiempo suficiente como para parecer una ciruela pasa pero no fue hasta que comencé a sentir síntomas de hipotermia, que decidí salir.
Nadé hasta el gigantesco escalón y dejé, ilusa de mí, que las olas me izasen sobre aquel suelo pedregoso. Una de ellas tuvo a bien concederme el deseo pero se retiró tan rápido que me dejó tumbada sobre aquellas malditas piedras cual rape sobre el hielo del mostrador de la pescadería, con su cara de idiota y todo. Intenté levantarme cuando otra ola decidió arrastrarme arriba y abajo destrozando mi barriga. Y luego vino otra y otra más y, en uno de esos vaivenes, una ola me colocó panza arriba porque debió pensar que mi espalda sentía envidia por ser la única parte de mi cuerpo que conservaba su integridad.
Fue entonces cuando odié aquellos posados veraniegos de Ana Obregón. ¿Cómo era posible que permaneciese sonriente y con el cuerpo impoluto tumbada en la orilla con las olas cubriéndolo como si lo acariciaran? ¡Y jamás le cubrían la cabeza! ¿Con quién había pactado? Yo, en cambio, iba a salir del agua con la coleta deshecha y todo el pelo lleno de algas. Vaya, una especie de nuevo ser mitológico con el cuerpo del Ecce Homo y la cabeza de Medusa.
Harta de ir a la deriva, piedras arriba, piedras abajo, aproveché la nueva circunstancia de mosca panza arriba para hincar pies y manos en aquel maldito suelo y levantarme cual zombie saliendo de su tumba. Una vez en pie, sólo quedaba trepar el acantilado de micro piedras movedizas y surgir, primero una mano, luego la otra, después el cuerpo y por último las piernas, del territorio de Escila y Caribdis jurando no volver a pisarlo jamás.