domingo, 19 de septiembre de 2021

SECUENCIAS VERANIEGAS

 IV. LA TORMENTA Y LOS ESCUPITAJOS.

Para el último día de vacaciones en aquel pueblo al que fuimos para no hacer casi nada, habían pronosticado lluvias torrenciales, aunque amaneció con un sol espléndido que parecía querer desprestigiar a aquellos seres cuya profesión siempre me ha parecido estar envuelta en un halo de misterio. ¿Cómo pueden anticipar el tiempo atmosférico? ¿Qué misteriosos símbolos son capaces de leer? Antes, al menos, se equivocaban muchas veces, lo cual les confería una humanidad tranquilizadora, pero últimamente atinan incluso con la hora en la que va a llover. Es terroríficamente desconcertante, ¿no creen? ¿Son seres humanos? ¿Tienen poderes paranormales? ¿Son, acaso, los artífices de los elementos meteorológicos como si de dioses se tratase? En ese caso, los dioses estaban juguetones —o puñeteros— y el del sol, aliado con el del viento, había decidido fastidiar a su hermano el de la lluvia negándose el primero a quedar oculto por las nubes y el segundo a moverlas.

Y ahí estábamos, haciendo las maletas mientras nuestros cuerpos añoraban la piscina porque Lorenzo calentaba como si fuera el diez de agosto y no el quince. 

Subimos al coche de vuelta a casa y ni rastro de la lluvia prometida ni del más que deseado descenso de las temperaturas de debía llevar aparejado. 

Poco antes de la mitad del viaje, el paso por Murcia nos deleitó con unos cuarenta y tantos grados y un esplendoroso sol que dificultaba la labor del aire acondicionado. Comimos en la frontera y hasta las moscas fallecían abrasadas antes de encontrar una sombra que las protegiera de Helios.

Cuando entramos en nuestra provincia, allá, en lontananza, se vislumbraba un cielo cubierto de densos nubarrones negros resquebrajado, de vez en cuando, por el resplandor de un relámpago. El viento comenzó a ulular mientras mecía nuestro coche cual padre enfurecido con el bebé que lleva horas sin dejar de llorar. La temperatura descendió abruptamente alrededor de veinte grados. Un trueno nos envolvió amenazador. Nos dirigíamos directamente hacia la tormenta. Y ella hacia nosotros. 

Unos minutos después nos adentrábamos en la mismísima boca del lobo. La oscuridad nos rodeó. Hojas secas, tierra y ramas rotas chocaban con furia contra nosotros. Los truenos se encadenaban de tal manera que no había un solo segundo de silencio y aterradores rayos nos acosaban desde todos los flancos.

—¿Por qué hay tormenta? —preguntó atemorizado nuestro hijo pequeño (que no es pequeño sino pre-adolescente, no vaya a ser que me lea y se enfade conmigo con toda la furia de sus hormonas recién estrenadas).

Mi marido, científico él, comenzó a explicarle la formación de tal fenómeno meteorológico.

—Pero, ¿por qué se forma? —insistió el preadolescente una vez finalizada la explicación paterna.

—A ver si me explico mejor —y comenzó de nuevo la explicación buscando palabras más sencillas y expresiones más claras—. ¿Lo has entendido ahora?

—Sí, pero ¿por qué se forma?

Estábamos entrando en bucle. Mi marido es descendiente directo del Santo Job, así que volvió a explicar una y otra vez el dichoso fenómeno que teníamos encima enlazando con otros conceptos como el ciclo del agua y demás saberes adyacentes. Sin embargo, el muchacho parecía enrocado en su pregunta y de ahí no salía. Cuando un humo rojizo comenzó a salir por las orejas y fosas nasales del padre de la criatura decidí cortar por lo sano: el niño no necesitaba una explicación científica; no quería saber cómo se originaba sino por qué, la razón última para que algo tan espeluznante decidiera formarse.

—Es que los angelitos están jugando a las tinieblas y mueven los muebles de su habitación para esconderse mejor. Por eso está todo oscuro hasta que uno de ellos da varias veces al interruptor para asustar a los otros.

—¿Qué angelitos?

—Esos que te conté que estaban haciendo pis el día que llovía.

En ese momento cayeron sobre nuestro parabrisas las dos únicas gotas que lograron escapar de aquel cielo amenazador. Solo eran dos, pero tan grandes como dos excrementos vacunos.

—¿Serán cochinos? —preguntó retóricamente el chiquillo.

—¿Quiénes? —me interesé yo.

—Los angelitos. Menudo par de escupitajos nos han lanzado.


No hay comentarios:

Publicar un comentario