domingo, 11 de diciembre de 2016

UN LUGAR PERFECTO II

      Aquel verano del 82 yo tenía quince años y estaba enfadado con la vida, con el mundo, con todo el mundo y también con mis padres porque no entendían nada, porque me habían traído a esta mierda de mundo y no me dejaban irme. Así que mientras la gente se preparaba para salir de casa a ver el primer partido de España en el mundial de fútbol, yo preparaba las maletas para el cambio de cárcel. Y mientras todos disfrutaban en el campo o en las calles, yo emprendía el camino hacia el lugar perfecto.
      La mañana siguiente amaneció soleada, pero me negué a salir de mi habitación. El tira y afloja con mis padres duró alrededor de una semana, creo, luego me venció el aburrimiento y opté por salir a la terraza. Estaba enfadado conmigo por la rendición y ni siquiera saludé a mi madre. La mañana era limpia y cálida. Aún no había nadie en la piscina y el sol reverberaba en el mar. Cogí una silla y me senté pegado a la barandilla dejando que mi vista se perdiera en el horizonte junto a mis pensamientos, con la respiración ronca de las olas al fondo. Poco a poco la mía se fue acompasando con la del mar y llegó la paz. Hacía mucho tiempo que no sentía paz. Era tan plácida que me adormecí escuchando el ronquido del mar, mi respiración y los latidos de mi corazón. Pero no duró mucho porque unas voces rompieron el encanto.
       Habían abierto la piscina y había entrado un grupo de chicos y chicas muy ruidosos. Tenía razón mi madre: eran perfectitos. Todos sonreían con dientes blancos; ellos con el pelo cortado a la moda, ellas con las melenas al viento; ellos con cuerpos atléticos que exhibían haciendo cabriolas de todo tipo y ellas, delgadas, bronceadas, riéndoles las gracias.
      Todos los días repetían el ritual: aparecían por la piscina a eso de las diez y media y se pasaban la mañana entre baños, juegos y charlas; desaparecían a mediodía y volvían a aparecer sobre las cuatro de la tarde. A eso de las seis, ellos cambiaban la piscina por cualquiera de las pistas deportivas y ellas se sentaban a animarles mientras comían pipas.
       No entendía de dónde se había sacado mi madre que yo podía encajar en esa pandilla. No pensaba darles el lujo de rechazarme. Ellos ocupando el espacio público y yo, en mi casa. Todos contentos.
       Cuando ya me había resignado a que cada mañana aquel grupo de seres perfectos y ajenos a cualquier cosa que no fuera su felicidad vinieran a recordarme que estaba enfadado con el mundo, apareció ella.

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