jueves, 1 de septiembre de 2016

ESCENA SÉPTIMA O DEL RELATO DE UNAS VACACIONES EN LAS QUE CUPO DE TODO

      De mi viaje por Asturias y Galicia recordaré siempre dos cosas:
      Los ojos amables de la señora Celia, la dueña del restaurante Riobo en Vilaboa, provincia de Pontevedra; y el rato que estuvimos esperando a que nos atendiera la chica de la oficina de turismo de Castropol (Asturias).
      Los primeros porque se mantienen fieles a sí mismos a lo largo de los años; porque en ellos se muestra toda la bondad y sabiduría de una mujer que siempre ha trabajado duro, que ama su trabajo y lo hace con tanto esmero y cuidado que, al parecer, no somos los únicos en recorrer cientos de kilómetros para ir a verla. Ya no nos puede dar de comer, se ha jubilado con todo el derecho del mundo, pero en nuestro corazón, Galicia estará siempre unida a ella, su sonrisa, sus ojos, su cariño y su comida.
      El segundo porque, sin duda fue el momento más divertido del viaje. Por fin un día logramos salir antes de las diez de la mañana del hotel, que llegamos sobre las 10:15 a nuestro destino, buena hora para realizar las actividades previstas, en este caso acuáticas. Estábamos contentos y llenos de expectativas. Sin embargo, llegamos al destino, aparcamos el coche y nos dirigimos al puerto bajando una cuesta que auguraba un regreso temible. Alcanzamos el puerto justo frente a una señal que indicaba que la oficina de turismo estaba a nuestra derecha. No había nadie más en el puerto. Si acaso unos bares abiertos pero nadie en las terrazas. Emprendimos el camino de la derecha.
      A cada poco los niños se abalanzaban sobre el pretil porque un pez había llamado su atención. Discutían sobre qué especie de pez era. Seguían su camino tras recordarnos que querían pescar y que no les afectaba lo más mínimo nuestra advertencia de que tendrían que desenganchar al pez del anzuelo, una vez muerto, limpiarlo, quitarle las tripas y cocinarlo. Es más, ¿acaso dudábamos de que lo iban a hacer? Terrible pregunta que mejor que fuera retórica porque cualquier respuesta era mala. Un poco más adelante fueron los cangrejos quienes llamaron su atención. Y así fuimos caminando durante algo más de media hora, entre pasos y paradas, bajo un sol que ya picaba y un camino que, salvo a bordear Castropol, no parecía que fuera a conducirnos a ningún otro sitio. Los niños empezaron a impacientarse y nosotros a temer que la caminata fuera en balde y viendo cómo se esfumaban las posibilidades de hacer nada de la misma manera que se había esfumado nuestro tiempo.
      Cuando ya pensábamos en volver sobre nuestros pasos y volver a enfrentarnos a los cangrejos, peces e islas desaparecidas por la subida de la marea, nos adelantó una mujer que corría por vocación, no por necesidad. Le preguntamos y nos indicó que siguiéramos adelante, que ya quedaba poco, como un kilómetro más o menos. Que teníamos que subir un repecho y, frente a un restaurante, encontraríamos la oficina de turismo. Reanudamos, pues, la marcha ya sin tanta alegría, con más discusiones y teniendo que arrastrar al pequeño que ya sólo quería pescar.
      Subimos el repecho, dimos con el restaurante y descubrimos que habíamos pasado por delante de la oficina de turismo con el coche antes de aparcar arriba, casi en las nubes. Nos dirigimos a ella pensando que sólo habíamos perdido tres cuartos de hora y riéndonos de nuestra ceguera. Era una caseta de madera dejada caer sobre el césped de un parque de manera que el mostrador en el que se atendía asomaba justo sobre la acera de aproximadamente medio metro de ancho. Y allí estaba ella. La mujer a la que estaba atendiendo la amable muchacha.
      Nos detuvimos entre dos coches aparcados, dejando una distancia prudencial y sobre un charco que hizo las delicias de los niños que empezaron jugando a saltar sobre él y acabaron enfadados y saltando dentro de él para mojar al otro porque “mira lo que me ha hecho”.
      Al cabo de un cuarto de hora de no saber qué hacer con el maldito charco que no se secaba a pesar del sol que empezaba a ser de justicia y de esperar en vano a que nos tocara el turno, empezamos a hablar lo suficientemente alto para que se dieran cuenta de que había cola; después a azuzar a los niños para que molestaran y, por último, a mirar alrededor para descubrir la cámara oculta. No la descubrimos. Sin embargo, descubrimos un coche grande y negro que estaba aparcado a unos diez metros de nosotros, al sol y con el motor encendido. Dentro, había un hombre y dos niños de entre ocho y diez años. El hombre miraba hacia la caseta de turismo insistentemente, los niños parecían jugar con unas tabletas.
      No sé cuánto tiempo después, el hombre, paró el motor, se apeó del coche, miró hacia las dos mujeres que seguían haciendo planes para lo menos ya una semana, carraspeó. Al cabo de unos minutos tosió. Visto que no obtenía respuesta alguna por parte de las mujeres, que ni se dignaron a mirarle, subió de nuevo al coche, arrancó el motor e inició la marcha atrás para desaparcar, luego movió el coche de manera que quedó a la sombra, apagó el motor y se puso a ojear un folleto.
      La turista debía tener una memoria de elefante porque no tomaba nota de todas las posibilidades, indicaciones y fechas que le sugería la otra y llevábamos nosotros más de media hora esperando, ellas ni sé cuánto hablando.
      Los niños del coche empezaron a pelearse. El hombre sacó a uno y se quedó con él a la sombra. El otro empezó a bramar. El hombre lo sacó del coche y metió al primero que, muy enfadado, comenzó a golpear las ventanillas, así que volvió a sacar al chiquillo, los dejó a los dos en la sombra, entró él al coche y se encerró.
      Unos momentos después apareció una pareja, probablemente, de jubilados. La mujer nos preguntó si esperábamos para ser atendidos. Le dijimos que sí, aunque igual perecíamos en el intento porque llevábamos más de cuarenta minutos de espera. La cara de terror del hombre fue tal que huyó despavorido llevándose de la mano a la esposa que no paraba de santiguarse mientras huía.
      Nuestros hijos andaban entretenidos observando a los otros niños que igual que ellos se amaban y odiaban a partes iguales y dividían su tiempo de espera entre jugar y pelearse, exactamente igual que ellos. Nosotros observábamos al hombre que se revolvía constantemente en su asiento. Bajó varias veces la ventanilla, llamó a su esposa otras tantas, quien lo ignoró las mismas veces porque bastante tenía con anotar mentalmente la inmensa cantidad de datos que la muchacha le vomitaba sin cesar.
      El hombre inició un balanceo rítmico, su cabeza comenzó a girar y estaba a punto de empezar a soltar espumarajos por su boca cuando decidió, en un ataque de cordura, volver a salir del coche. Amagó un acercamiento, pero desistió del intento repelido por la multitud de palabras, cifras, días de la semana y demás datos que envolvían a ambas mujeres. Un sonido gutural que reclamaba auxilio salió de sus labios y logró llegar a oídos de su esposa con la suficiente urgencia como para llamar su atención. Ella miró, vio todo en orden y siguió atendiendo cual alumna ávida de saber.
      El hombre se desesperó. Miró hacia todos lados, tanteó varias ramas de árbol hasta que encontró una que le gustó porque no cedía bajo su peso. Se dirigió al maletero de su coche, rebuscó desesperadamente pero no halló lo que buscaba. Sus ojos, al emerger, reflejaban la desolación más absoluta. Intentó despeñarse por el bordillo, pero no era lo suficientemente alto y ni siquiera se dobló el tobillo. Se arrodilló en el suelo, alzó ambas manos juntándolas en ángulo de noventa grados sobre su vientre y las llevó con fuerza hacia sí, pero la espada imaginaria sólo causó nuestras miradas compasivas. Llevó sus manos hacia el cuello pero tampoco sirvió de nada porque sus dedos se agarrotaron antes de poder apretar. Cuando, con lágrimas de desesperación rodándole por las mejillas, comenzó a escribir en un papel una carta de despedida que tanto podría  tratarse de un testamento, como de un abandono o de un divorcio, la mujer dejó de preguntar y la muchacha de explicar, se despidieron y la esposa llegó junto a lo que quedaba de su esposo, sonrió victoriosa agitando alegremente los infinitos folletos y mapas y él se alzó enfurecido, subió al coche y arrancó marchándose de allí con una furia que nos dejó envueltos en una nube negra. Llevábamos una hora en cola.
      Mis hijos tal vez recordarán de nuestras vacaciones del 2016 a Kira, la perra con la que jugaban o la pesca que nunca realizaron, pero ése es otro relato que les tocará escribir a ellos.

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