jueves, 16 de junio de 2016

UNA TARDE PARA ELLOS

      ELLOS


      Los ojos de él pugnaban por perderse en el contoneo y soñar con otros balanceos o quedarse fijos en aquellos grandes ojos que le sonreían divertidos y le invitaban a convertir en realidad los sueños.
      Entonces ella se mordisqueó el labio inferior y él sintió un escalofrío recorriendo su espalda. Él se levantó para saludarla mientras ella se inclinaba para besar su mejilla, de manera que los ojos de él se toparon con el escote premeditado de ella. Intentó apartar la mirada pero ya era tarde: aquel botón desabrochado dejaba atisbar una promesa a punto de ser descubierta y sus ojos no pudieron resistir el afán de aventura.
      Él le cedió el sitio y se sentó al exterior del banco. Ella se quitó la chaqueta antes de ocupar su lugar y la dejó, junto al bolso, a su derecha.
      Llegó el camarero, ella se pidió un vermut blanco, seco. Se lo sirvieron en una copa con el borde azucarado y con una aceituna sin hueso, pinchada en un palillo, flotando dentro. Cuando se quedaron solos, brindaron sin palabras y sin dejar de mirarse.
      Como cada siete de noviembre, el silencio se adueñó de los primeros minutos. Se miraban conociéndose y reconociéndose; comprobando si el año había traído algo nuevo o eliminado algo viejo; sonriendo, felices, mientras se recorrían con los ojos concluyendo que todo estaba en orden, que el otro era el de siempre y que nada faltaba entre ellos.
      Poco a poco las palabras ocuparon su sitio. Al principio, atropelladas, porque pretendían ponerse al día rápidamente. Después, sosegadas, bajaban el tono hasta convertirse en una caricia que allanaba el camino a las manos quienes, tímidas, aún no se atrevían a entrar en escena.
      Sus dedos eran pura energía contenida. Temían tocar al otro y que no soportase la descarga así que ambos los retenían como podían: ella recorría de arriba abajo su copa una u otra vez, dibujando el contorno con los índices; él jugueteaba con una servilleta.
      Fue ella la que empezó. Sin previo aviso, su mano se escapó, presurosa, para dar un furtivo apretón al brazo de él mientras reía por algo que le había susurrado. Él aprovechó para retener esa mano e impedirle la fuga. Ella la dejó reposar cayendo rendida ante el flujo eléctrico que trepó desde sus dedos hasta sus hombros. Se le agitó la respiración y su pecho subía y bajaba pugnando por deshacerse de las ataduras.
      El dorso del índice de él descendió, junto con sus ojos, desde la sien palpitante de ella, por su mejilla y cuello, hasta detenerse enroscándose en la cadena que ella siempre llevaba con un pequeño colgante. Aún no. Paciencia.
      La mano de ella ascendió lentamente por el brazo de él hasta el hombro. Las yemas de sus dedos apenas si le rozaban a través de la camisa, pero iban levantando el vello a su paso como si de un imán se tratase. Al llegar al hombro se entretuvo dibujando un par de círculos antes de dejarse resbalar por el pecho de él.
      Las palabras casi habían desaparecido y eran las manos quienes hablaban ya. De vez en cuando algún “Te quiero” apenas musitado lograba abrirse camino y escapar aliviando la tensión que se apoderaba de ellos.
      La mano de él regresó al rostro de ella y con el índice delineó con sus labios. Ella intentó mordisquearle y él huyó travieso y lo dirigió hacia la barbilla deslizándolo mentón abajo.
      Enlazaron los pulgares y comenzaron a acariciarse las manos, pero sus cuerpos pedían más, así que él se levantó. Ella lo siguió. Él se detuvo frente a la máquina de discos y escogió uno. Ella le esperó. Se abrazaron y comenzaron a bailar muy juntos, sintiendo cada milímetro del cuerpo del otro. Sonaba El día que me quieras y ellos giraban lentamente, los dedos rozando la piel del otro, los labios susurrando palabras de amor, convertidos en uno solo.

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