lunes, 30 de julio de 2012

Desde mi sillón burgués

Antes de empezar quisiera poner en común los conceptos que voy a emplear. En primer lugar, parto de la convicción de que en el mundo, en la historia del mundo, nada muere ni desaparece: se transforma.


Así pues, el término burgués, ya trasnochado, lo reconozco, no es más que el origen de lo que hoy preferimos llamar clase media, ésa en la que recae el sostén económico de un estado (antes nobleza y clero y hoy, además, políticos de cualquier condición e ideología) y a la que, en épocas de bonanza, se le permite engordar, en número de miembros y en abultamiento de bolsillo, mientras que, en época de vacas flacas, se la exprime hasta lo indecible, de forma que pierde tanto miembros como poder adquisitivo. Ojalá hoy siga siendo válido el dicho popular de “Dios aprieta pero no ahoga”, que la inteligencia de los que hoy ejercen de Dios sea al menos tan grande como la de quienes inventaron la sentencia, porque de la misma forma que Dios no puede ahogar, porque moriría al morir el último ser humano que lo piense, los que hoy ejercen de Dios tampoco deberían ahogarnos ya que corren el riesgo de morir ellos por inanición inmediatamente. Como ven, no contemplo el hecho de que se pongan a trabajar para ganarse el sustento.

En segundo lugar, de la misma forma que la clase media, en cuestiones económicas es heredera de los antaño llamados burgueses, también ha heredado, a mi forma de ver, sus valores (otrora llamados principios morales), su forma de ver el mundo e interpretarlo, sus prejuicios, etc. Se nos olvidó que fuimos el motor de un cambio y que, por tanto, podríamos volver a serlo, pero ésa es otra historia.

Dicho esto, quiero contarles lo que vi ayer sentada en mi sillón burgués sobre el que pende, cual espada de Damocles, la amenaza de caer y pasar a engrosar las filas de mendicantes, como tantos otros de mi clase ya lo han hecho y siguen haciendo cada día.

La escena que voy a contarles me dio tal sacudida que hizo que se me resquebrajara el alma. Entiéndase por alma, los cimientos ético-morales sobre los que se asienta mi vida.

Estaba sentada en un bar, tomándome un café con leche mientras leía un libro. Alcé la vista un momento y vi que entraba una mujer con una niña de unos cinco o seis años de la mano. La mirada de la mujer se cruzó con la mía. Yo la reconocí. Pocos días antes nos habíamos encontrado en la calle. Ella iba con la misma niña de la mano, ambas vestían igual que en ese momento. Me detuvo para pedirme unas monedas, en un castellano que indicaba que era extranjera, explicándome que era para comprar en la farmacia una pomada, dijo el nombre, para las rozaduras del pañal de su bebé, al que no llevaba consigo. Ayer tampoco lo llevaba. Me pregunté por él.

Ella entró hasta el fondo mientras yo recogía mis cosas para irme, sin embargo fue más rápida. Si pidió o no dinero a alguno de los ocupantes de las mesas del fondo del local, lo ignoro, pero dudo que le diera tiempo a hacerlo. Quizá la echaran, no sé.

Pagué y salí del bar. Ella caminaba delante de mí con paso lento y girándose a mirarme a cada paso. Me esperaba. Las alcancé. Ella me volvió a pedir dinero. Sonrió mostrando toda la dentadura dorada. Miré a la niña. Nunca he visto unos ojos tan tristes y vacíos como los de aquella niña. El alma me dio una sacudida y le pregunté si era su hija. No sé por qué lo hice. Las palabras me quemaban en los labios. Ella asintió y yo le dije que no podía pedir con la niña. Ella musitó algo como que ya lo sabía, no la entendí bien. Yo insistí en que no podía pedir con ella, que se la quitarían. La niña me miraba con esos ojos tan tristes y vacíos. Miraba como sin ver pero tenía los ojos fijos en mi rostro. Yo me volví a preguntar por el bebé mientras ella hablaba de que tenía que ir con la niña porque no la podía dejar en ningún sitio. Volví a sentir una sacudida. Yo le indiqué que acudiese a Servicios Sociales y le dije dónde podía encontrarlos. Dijo que había ido pero le habían dado cita para dos días más tarde y que la niña tenía que comer, que tenía hambre. Me pidió que entrara en el supermercado y comprara algo para la niña que seguía mirándome fijamente y partiéndome el alma. Nos separamos. Ella siguió caminando lentamente de la mano de la niña y yo tomé otra dirección. Me detuve y me giré a verlas marchar porque no sabía qué me estaba pasando y entonces vi a la niña. También ella se había girado mientras caminaba de la mano de la mujer. Seguía mirándome, los ojos tristes, fijos en la nada. Le hice una carantoña, le guiñé el ojo y sonreí. No reaccionó de ninguna manera. Siguió mirándome sin verme, tan triste… Comencé a llorar.

¿Quién soy yo para juzgar a nadie? Si me encontrase en su situación y tuviera que pedir, ¿dónde dejaría a mis hijos? Tendría que llevarlos conmigo. Pero no es justo que un niño pase por eso. Ni bueno. No hay derecho. No debería ser así. Aunque quizá antes de pedir por las calles me hubiera desprendido del oro… Sin embargo puede que no fuera oro, o que cueste más quitarlo que dinero yo tuviera para hacerlo… ¿Quién soy yo para juzgar? ¿Qué sé yo de estas cosas? ¿Y el bebé? ¿Qué ha sido de él? ¿Con quién está? ¿Por qué no está la niña junto con el bebé? Si se llevan a la niña por pedir con ella y es su madre… ¡dios, qué dolor más grande! ¿Quiénes somos nosotros para decidir que no puede estar con su madre? Yo sé lo que duele esa separación, sé las huellas que deja en los niños. No me quiero ni imaginar que nos ocurriese a mí y a mis hijos. Mis hijos… sabe dios qué hubiera sido de ellos si… Pero les dolió… o les dolerá. Aún con todo, podrán superarlo, están teniendo una oportunidad. Su oportunidad. Pero esa niña… sus ojos… ¿y si no fuera su madre?

Tomé una decisión aún sin saber muy bien qué me estaba pasando: mi lealtad estaba con la niña. Así que me encaminé al retén de policía e informé de lo que había visto.

Sé que no soy quién y sé que desde mi sillón burgués se ven las cosas de una manera que no tiene por qué ser la única, ni la mejor, ni la cierta, pero no puedo verlo de otra forma, no estoy en otro lugar. Y también sé que esa niña necesitaba ayuda. No sé cuál, pero la necesitaba. esos ojos... Y mi lealtad está con la niña. Ella también se merece una oportunidad.

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